César Cabello Salazar
TOTÉMICA 1: LA ARAUCANA
Como una madre en fiesta o una actriz que logra
el arte de sus muertos voy tallando un círculo
clavando mi corona en las Casas de Oración
No soy yo la que anuncian los espejos
Esa que se empina al pozo
por una cuajarada roja o un velo de sangre
en su tinajas
Yo soy la que cayó en matrimonio
la que arrastra un Cristo como a un marido inútil
o a un ebrio de dos cabezas
Alonso dicen que se llama mi enemigo
Que lo han visto a solas
visitar mi tumba y grabar en ella
un pájaro de muerte
Perdóname / Señor si escondo en agujeros
los peces que recojo y falto a mi palabra
No lo dejaré entrar no alimento al cuervo
ni las fauces de sus perros
Aquí murió un país aquí me arrinconaron
como a una esclava negra
atemorizada por las aguas
Y entonces salgo de mi círculo y pregunto:
¿Cuál es mi verdadero nombre?
AL LECTOR
“Por haber prometido de proseguir esta historia, no con poca dificultad y pesadumbre la he continuado; y aunque esta Segunda Parte de LA ARAUCANA no muestre el trabajo que me cuesta, todavía quien la leyere podrá considerar el que se habrá pasado en escribir dos libros de materia tan áspera y de poca variedad, pues desde el principio hasta el fin no contiene sino una misma cosa, y haber de caminar siempre por el rigor de una verdad y camino tan desierto y estéril, paréceme que no habrá gusto que no se canse de seguirme. Así temeroso desto, quisiera mil veces mezclar algunas cosas diferentes”
Alonso de Ercilla.
Estado de Chile, Registro Civil.
“Remover difuntos y arrancarlos de la muerte plantea ciertamente una cuestión espinosa: la tiniebla, por asentada que parezca termina aflorando tarde o temprano en el mundo de los vivos. Por eso, aunque las infamias que son el pretexto de estas páginas, transformaron la villa (…) me ha parecido pertinente cambiar la identidad de todos los que desempeñaron algún papel en ellas, a fin de prevenir suspicacias, malentendidos y embrollos”
Jesús Moncada.
LAS CIUDADES HUINKAS
La ciudad con sus muertos con sus lentos ataúdes
navegando a oscuras un Teatro de Sombras
Espera bajo el agua el arribo de los huinkas
Yo la cruzo en bote apartando el miedo
como a un nido de serpientes
¿No ellos / No nosotros?
La memoria es un pozo envenenado –me digo-
y marco sobre un leño
la hendidura de los náufragos.
Cadáveres anónimos. Ningún olvido los reúne, ningún recuerdo los separa. A un lado, en la hierba invernal, sobre la vía pública, entre dos largos relatos de bravura y sufrimiento:
Una columna tiembla y un pájaro de rigor
resguarda el camino de nuestra La noche está llena de fuegos |
|
Morir en las cartas de los búhos
Morir en el silencio de la hojarasca Estoy harto de esqueletos y animales dormidos Sólo la muerte reposa en la arena de los naufragios Los hombres han perdido el canto de los maderos La música arroja mis restos contra la muralla |
Palomas que endurecen las alas Sangre y exilio de columnas desiertas
Tierra donde cabalgan pequeños Arqueros Animales rotundos encuentran el lugar Viejo este mundo para el canto de las mujeres Remolinos que presagian la sombra de mis días. |
Un manantial torcido cae sobre las piedras
El habitante de todo ronda el atardecer. |
Mi padre, un vendedor de esquirlas y fuegos de artificio, volaba sus espectros en los cielos de Santiago:
No la siesta del dragón sobre la nieve
o el sueño con sus larvas y animales de humo.
Mi padre odiaba a Dios y a sus criaturas, le temía a la belleza y al relámpago alojado en nuestros nombres: Por eso es que habitábamos el hedor de la mazmorra, la firma de un caballo al que le crecen las espinas. ¿Cómo salir de aquí sin ser vistos? ¿Sin levantar sospecha por nuestras magras atenciones?
Ahí tienen la luz y el silbato de la pólvora el destilado de bismuto
entrando aguado a sus cabezas No puedo darles la ilusión
de los que amagan los espejos Mi padre odiaba a Dios
y a sus criaturas Yo odiaba sus designios de ciudad
bajo las sombras.
Caían en el sueño las estatuas -el mercado de los hombres- Eran las edades y el caballo de la muerte
Galopando raspando en el Al camino de los tuertos Desde el cuello de las Pobre era el sol para |
¿Qué miras en el paso de los cuervos? ¿La turbia hechicería a la que estamos condenados?
Trae las campanas y el oro Una pequeña reducción de Hombres de Haddam Ya la luna ha hecho |
Las columnas resisten el paso de los sueños
El animal del relámpago En el polvo de las aves Y a ti Te dejaremos partir. |
CANCIONES DE LA NOCHE
(Mapucherías de Estío)
A Vicente Huidobro, el japonés.
F r e s i a
es una princesa
c a m i n a t o d o e l d í a
le juega a la ruleta / machetea 3 monedas
y v u e l v e p a ` l a p i e z a
Fresia se ha apostado lo poco que tenía
la sombra de un chamal / una cría envejecida
Fresia es Antilef Un sol contra la bruma
Y también es Salazar Mordida de locura
Todos se la saltan y se apartan cuando Fresia pasa
se la tratan de pitear / de cambiarle la crianza
Pero ella es así de fiera
no por india ni flotante
ni venida de las copas
Fresia es una princesa
No es su culpa
No
es
su
sangre
es la patria
y la miseria
Nave
vuela
suave
que la ciudad avanza
ya
llegaron
las ofertas
la caída libre la rima coja
de mi venganza
Nadie se las cree a la Fresia sola
que le falta el pan / que le sobra el día
Por eso yo me arrimo a su nube solitaria
y le hablo en Mal de su lengua y de su historia:
“Ayer, al amanecer, un aborigen de origen que lo rigen, culpado por la Virgen fue golpeado y arrastrado por el lote de soldados. Un sacerdote a su lado aclama: “el es un desalmado…” El indio en llanto, el santo en pleno canto con la cruz del espanto eleva la voz y hostia. Testigo es el castigo de público eufórico, en el templo del tiempo cierran puertas para dejar todo tipo de venas abiertas. Y fue Octubre 12, muchedumbre en goce. Y la muerte soplo, la vida apago, hoy voy a sentenciar el derecho a matar, frente al juzgado que en mi mente ha desatado. Furia por la lujuria de la injuria del estado”
Tiro de Gracia, hip-hop.
Estoy hablando
n e g r o
Estoy perdiendo
l o s d i e n t e s
Eso me pasa por meterme
con los sueños y las tablas
Aunque
usted no crea
p a d r e c i t o
aquí suceden estas cosas
Y hube de mostrarles el destino de los símbolos
de ríos enterrados por espíritus de muerte
Un jaguar herido me andaba en los amores
como el dios que se oscurece
y orina sobre el agua
Yo no quiero ser
el barquero
de las sombras
Las huesas alumbradas
por feroces enemigos
Denme dos pistolas
y la pata de un conejo
Mis velas encendidas
a caballo y devoción
Así se arreglan estas cosas padrecito
Perdone que le arruine el mármol de sus fiestas.
Fig. 3: Atabales y ataúdes se precipitan hacia unos puertos pétreos. Construyen los enviados unas casas sobre un río, cuyos dedos se aferran a lo alto del mar. El polvo borra las huellas de los emigrantes. Las mujeres desplegarán su peste en la encrucijada de dos caminos. Se ve a un hombre que reúne guijarros habitualmente al comienzo de la mañana. Se refugia a la sombra de un templo. Llámalo cuando los atabales enumeren los azotes de una espalda: mil y una columnas…
KALFÜLIKAN
“Por qué bajas los párpados
ya sé que estás desnudo,
el tiempo nos enseña que la fealdad no existe”
Oliverio Girondo
Sentado, como un dios-murciélago, esperas en el aire a que alguien te recoja y sacuda el polvo acumulado en estos años. Ya te han crecido las alas, aunque perdiste el rumbo y la simetría de los animales bellos.
¿Por qué no sales y vuelas de noche? Afuera nadie te verá. Yo diré que ya no sangras y que es sólo un escalofrío bajándote por el culo. ¿Estás enojado? Han adquirido prestigio los seres de la oscuridad.
Arriba convertido en conde o en una página de sangre
eres el vacío en la fiesta de las almas / el notario de la muerte
timbrando su tragedia
Eres como el hijo al que nadie ve pero habita entre las sombras
del Álbum de Familia
Te he visto arrojar muerto un perro
en las puertas de la casa comer del suelo sus intestinos
y sus menudencias
Como quien raspa un hueso enterrado en la memoria
y no sabe de los cuervos
ni del luto…
O la carne.
¿Qué haces sobre esa silla vigilando? ¿Contemplando el mar y todo el hueco del mar sobre estas hojas? El infinito es mucho para un mulo como tú, que apenas se consagra a la luz de los insectos. ¿Te cuesta entenderme? Ven, dame ya ese libro. Lo tuyo son los sueños [las fantasmagorías] y no los ojos rotos o el instinto de la letra.
DE CÓMO APRENDIMOS EL ARTE DE LA GUERRA
Algunos de los hijos y nietos de los mapuches que emigraron desde el sur a Santiago, escuchamos en nuestra infancia los relatos de las guerras sostenidas por nuestros antepasados, primero, contra el español y, luego, contra el Estado chileno. En esos relatos que mi abuelo contaba como si fueran las partes de un solo y gran cuadro marcial, se mezclaban –junto a las campañas militares y a los nombres del Külampang, Kalfülikan, Kalfükura y Leftraru- las pequeñas historias familiares y las descripciones del paisaje natural y cultural que, durante las décadas del ´30 y del ´40, asomaban en Molco, una localidad cercana a Pitrufquén, que fue el lugar donde él vino al mundo y en el que pasó los primeros años de su vida.
Mi abuelo, un mapuche alto y delgado, hijo de Rosario Pichún Huilquimán y de un capataz de fundo de apellidos Salazar Avilés, mostró desde siempre una fijación particular por las armas y los asuntos de guerra. El libro personal de mi abuelo afirmaba que, a partir de un hecho aún desconocido, a la edad de nueve años, su familia decidió enviarlo a cumplir tareas de campo en casa de una tía anciana a la que apenas conocía y cuyo problema mayor eran los intrusos y los espantos que la visitaban. Alejado de su lof, mi abuelo distribuía el tiempo entre las labores de defensa del terreno, que incluían la revisión y el montaje de cercos, disparos y estocadas al aire; el pastoreo de animales, la plantación de verduras y la educación mapuche que a diario recibía de la anciana. Desconozco las razones profundas por las que mis bisabuelos lo apartaron de la familia y lo entregaron a su tía a modo de prenda, que era la expresión que él utilizaba para explicar su condición. Lo cierto es que, salvo una vez, nunca más volvió a saber de ellos. Mi madre cuenta que en su niñez observó cómo una mujer de contextura ancha y rasgos afilados, vestida con un traje negro y de la que colgaban relucientes joyas de plata, visitó en Santiago, una mañana, a mi abuelo. Conversaron en la cocina, en una lengua que mi madre y sus tres hermanas desconocían. No se enteró de qué hablaron ni quién era la mujer que los visitaba en ese instante. Sólo cuando tuvieron que despedirse, su madre les señaló: despídanse de su abuela.
Este relato de infancia, que al abuelo le incomodaba, era recurrente en mis conversaciones de niño. Mis dos primos y yo, temerosos de que un día nos sucediera lo mismo, nos confortábamos exagerando la estatura física y el carácter letal del viejo, a nuestra edad. Para entonces ya habíamos escuchado varias veces la historia de cómo un día –hastiado del anonimato y la burla del tiempo- el abuelo resolvió abandonar, a escondidas, a la anciana y enrolarse en el servicio militar, al que llegó tras corroborar su existencia en el registro civil de Temuco. No sabemos si al abandonar Molco, el abuelo llevaba la carga de años requerida por el ejército ni si la inscripción de su nacimiento se correspondía con su edad. Pero, por una foto que lo retrata el día de su graduación, junto a un grupo de conscriptos, consentimos en que ese episodio tuvo como escenario el regimiento Tucapel, en la capital de La Araucanía.
De su vida en Molco y su paso por la milicia, mi abuelo aprendió lo que luego reflejaría en nosotros. Al no tener hijos varones y sí una buena camada de nietos, se empeñó en que forjáramos su misma contención a los golpes y a la humillación. Quizás porque éramos los descendientes del indio del barrio, quizás porque pensó que nada más podría ofrecernos.
Las historias de uniformados que mi abuelo narraba, eran ilustradas con extensas sesiones de trabajo físico en las que participábamos mis primos y yo. Gobernados por la inapelable mirada del gato de la casa, al que apodábamos Coronel, pasamos, desde los siete a los doce años, adiestrándonos en el uso de la espada, el arco y los zancos, que él mismo había fabricado para gloria de su vivo y personal ejército. Estas expresiones de lucha, en ocasiones alegres y lúdicas, en otras, severas, discordaban con el lado más íntimo y fronterizo del abuelo, quien –necesitado de un pequeño espacio de confianza- había construido, al fondo del patio, un cuarto de madera en donde refugiarse de la incomprensión y la soledad. No fueron muchas las veces que, por autorización suya, estuve en ese cuarto. Recuerdo bien su malhumor el día en que me sorprendió husmeando sus adentros:
¿Quién habla?
¿Quién molesta al cuervo en su trono de difunto?
¿Qué remero burla la noche de mis aguas?
El lugar que –tan celosamente- mi abuelo protegía, era una pieza que a simple vista podía confundirse con una leñera o un cuarto para trastos, pero que aún así, en su interior, poseía un orden, como un círculo de clavas o de luz hospitalaria. Colgando sobre el piso de tierra, se divisaban una hamaca y algunas cacerolas e instrumentos de cocina; en el suelo, un anafre, una mesa y una silla; un metawe roto; dos cajas con fotografías y papeles ajados; algo de ropa; y el pellejo de una vaca, enrollado y relleno con espuma. Mi abuelo pasaba, a veces, largas temporadas viviendo en el lugar, iba de nuestra casa a su “cabaña” cuando llegaban mis tías a visitar a mis primos.
–Mucha bulla, Lucy –le decía a mi madre.- Mejor me voy a mi casa.
–Que le vaya bien, papá. Venga a vernos de vez en cuando, no se olvide de nosotros –respondía ella. Y se sonreía.
Quise siempre que el abuelo me invitara a seguirlo, pero como eso nunca sucedió, me consolaba escuchando las historias de viaje de mis tías y con los libros que ellas les traían de regalo a mis primos, la mayoría con ilustraciones troqueladas que se levantaban de las páginas y con historias algo absurdas, pero emotivas. Por lo menos eso entendía yo al ver a mis primos pasar de la alegría al llanto y, nuevamente, a la felicidad, hasta que se quedaban dormidos y –entonces- podía ocupar un puesto de lector. Supongo que el reencuentro con sus madres y la agitación por los regalos los volvía un poco más afectados.
Como la escasez de libros en mi casa era evidente y la lectura me ayudaba a evadirme de las tragedias familiares, las que cada cierto tiempo se repetían, tuve que recurrir a la biblioteca comunal, que funcionaba dentro de un colegio, a unas treinta cuadras de mi casa. El sistema de préstamos exigía la posesión de una cédula de identidad y una edad reglamentaria de catorce años, señalados como primordiales para calificar con la prestación. Yo no tenía ni la edad ni la cédula, así que convencí a mi abuelo para que me acompañara una vez por semana a la biblioteca y pidiera, a nombre suyo, los dos ejemplares que ofrecían por cinco días y que, mensualmente, sólo podían ser renovados una vez. En ocasiones se molestaba un poco cuando insistía exigiendo el mismo libro, como sucedió con Las Mil y una Noches y sus historias de los hijos del barbero y los viajes de Simbad; decía que ya debía habérmelas aprendido y me obligaba a que se las contara, como tenían que ser. Yo las conocía bien, pero las mezclaba con otras historias, les cambiaba partes, inventaba personajes y los acomodaba a mi fantasía. Recuerdo una vez en que, en uno de esos ejercicios de imaginación, junté en un mismo relato a Marco Polo y a Simbad.
–Y qué tienen que ver esos dos –me preguntó.
–No sé –le contesté.- Casi siempre andan perdidos y sería bueno que se encontraran.
–Ag! Pájaro de mier…
Todavía estoy huyendo de su enojo.
Esta situación –que mi abuelo interpretaba como un defecto mío- lo forzó a contarme sus propias historias y los relatos mapuches que él conocía, los que me hacía repetir delante de la familia y en donde no había espacio para mis alteraciones. Siempre me narró esas historias con una seriedad y una cautela que no empleaba en sus otros actos. Quizás por eso nunca falté a la naturaleza irrenunciable del relato. Me convencía su manera de contarlo y, en especial, eso de encajar las pocas palabras que sabía en castellano junto a otras mapuches y algunas que inventaba, para darse a entender. Había algo de infantil en ese gesto, como cuando los sentidos sobran o los recién nacidos interpretan el amor. De esos primeros conatos verbales aprendí a rodear el mundo con la audición, a montar la vista y a encaminarme hacia las páginas del País Nocturno y Enemigo:
Mi abuelo habitaba su morada a oscuras, como su propio carcelero o un animal de invierno. Yo lo escuchaba cocinar, hablar solo y cantar en mapuche sus letanías.
Tichi Nemül kayngá ta kürüfmayew wichánzüngü allwéngey ngati
Kiñe ngenónewen lán ñi pu nütántu mew
Kizú nga elúfiyiñ fachi pu tronglíke koñi
Fey welú elúngeyiñ pu Wentru ñi Chillká.
Y digo letanías porque –en ese entonces- me daba la impresión de que el abuelo orara y pidiera perdón por algo que había hecho o que no pudiera alcanzar. Había dolor en esos cantos. Muchas veces, en mis poemas, he intentado traducir y sanar de su extrañamiento, que también es el mío. Pero el dolor siempre circulará en mí como otra sangre: remover difuntos y arrancarlos de la muerte plantea una cuestión ciertamente espinosa: la tiniebla, por asentada que parezca, termina aflorando tarde o temprano en el mundo de los vivos.
Hay caballos solos
y hay hembras de caballos desaparecidos
Hay familias negras y feroces
que hablan de sus cartas
y las muertes del ganado
Y hay el hijo único
Un pequeño dictador
colgando
en mis testículos
Entonces todo se ilumina con una gran res asada
Y el eunuco llamado “La Ilusión”
nos muestra las encías
y el castigo de sus dientes
Porque así le estaba escrito / porque así le fue dispuesto
el dios entre sus labios.
EL FABULADOR (la memoria y sus demonios)
Condenado a pasar mi vida en las calderas a comer de noche
las muertes que no escribo
cojeo como un perro
en el cuarto de las máquinas
en los viejos pasadizos
que descubro entre las sombras
Yo soy mi carcelero un guardián caído
temblando en los espejos
de un Teatro en Llamas
Es en mí donde sangra la Tiniebla
Ahí veo el mar salpicando nubes y peces que recrean
el origen de los tiempos Un sapo estéril secreta esporas
que luego anidarán y ocuparán el lugar del sapo
Todo muta y paga sin perder su animal anterior
Así Dios jala la cuerda y un buey es colgado junto a la cabeza de otro zángano Ambos regarán y escrutarán su carne seca
Los diálogos son siempre silenciosos
Un hombre extrae de un baúl una mujer que habla
en una lengua extranjera un escarabajo y una rosa imitan
la postura de la lengua recién cortada y puesta a macerar
en un tiesto de avellano
El lenguaje es fibroso y devora lo que no es lenguaje
Y me he vuelto negro contemplando las alturas hablando sucio
como una esposa obscena o un chef que apunta sus cuchillos
a los recién nacidos
Yo soy mi carcelero un guardián caído
temblando en los espejos
de un Teatro en Llamas.
LA MEMORIA ES UN POZO ENVENENADO
A La Araucana.
La memoria es un pozo envenenado -me digo- Antes de meter las manos
y cambiar el agua de los peces en el cuerpo
Es como asestar un golpe [o el himen roto que se desangra
y cobija en el culto de su hembra]
Pobre diosecillo incrustado
al que lo escupe el mar
Como un peje-sapo o un animal de escombros
Las telas se abren
Y una familia de garzas aterriza en escena: ¿Cómo estás allá abajo? Te pregunto
¿Has aprendido a comerlo bien?
Eres como una actriz muerta “a pelo” en un caballo
repitiendo goznes y un mismo parlamento:
Yo soy la confesión la más fiel enamorada
de los gatos y los muertos Esa hija que respeta
las sonajas en los bosques
Aunque a veces quisiera decirles la verdad
y hablarles del destino inquieto de los húngaros
de sus crías enterradas en cruces de montaña
A veces quisiera mostrarles
los lugares
precisos
de su defunción
Pero no puedo ser perversa ni hablarles de los símbolos
porque todo huele a carne y a caballo repatriado
Y las Yalas me despiertan el apetito del espíritu
Como un viejo lobo blanco bajo a las tinieblas
y traigo a mis mujeres
Y las huelo y las quiero
Porque aquí no hubo hombre que las llevara por la tierra.
LOS CABALLOS DE LA ARAUCANÍA
(Fábula de La Dominación)
A veces los oigo repartir sus golpes de trineo: darse en empujones
la palabra que prometen sus cascos en la oscuridad
Quisiera no saber de sus cabezas afeitadas
y el mohikano arriba como animal unívoco
o de un solo pensamiento
Que mi nombre sea la cruz sobre sus ojos la serpiente que echo a andar
con el peso de mi letra
Sé que rayan y orinan mis paredes / que bailan el Slam sacudiéndose los fármacos
y las ciudades huinkas que los traen muertos
Yo giro una inquieta
manivela de hospital
Por aquí pasan sus camisas y cerebros baleados
todavía alucinantes y mostrando
rumbo de creatura viva
El Plomo es “sangre” en las fiestas de Los Alquimistas
y [Pb] es su símbolo en la Tabla Periódica
Con él moldean la juntura de sus huesos
y consiguen formas de caballos
enfierrados con estacas
Un mechón de pelo cayendo sobre dientes
de metal un cuerpo escrito pero ajustado
a sus emblemas dos patas traseras y una cola última
para cerrar la boca y disfrazar el mundo
Así cruzan La Frontera los fabuladores
cabalgando ponys y escupiendo ruda entre las sombras
Yo vigilo en la cornisa y en las puertas de un establo
Y aún así asomado: NUNCA LOS HE VISTO ENTRAR.
LOS DIÁLOGOS
“Invito al lobo
para que lave el espejo
de corderos que han olvidado su imagen“
Ali Ahmad Saïd.
Una anciana me enseñó a maldecir. Yo probé sus “contras” en un gato que arriesgaba sus encantos a mis pies. Hay diálogos que acuñan la moneda de los muertos, sellos que se clavan sin que cambie la cultura del huésped. Harán lo suyo, retorciéndose, rompiendo órganos y quemando vivo al que lo posee. Ayúdame a morir -me dijiste- y arrojaste al suelo un saco con cabezas de tus enemigos.
A Jack London
Reconozco los tatuajes de tu tierra india
las lobas que me arrastran a la historia de mi sangre
Reconozco los espíritus de tu lengua Gris
las cuatro plumas del infierno
Y un perro al que apodamos Júpiter
por miedo a que su canto borrara para siempre
mi arte y mi Tiniebla
Aún sigo los caminos que bajan a la muerte
los negros ataúdes todos amarrados a los huesos
del hambre y del dolor
¡Jack London! las tribus han pedido tu cabeza
me han dicho que te busque cazando nuestras crías
en medio de las aguas
Pero yo que habito en los entierros
de Países Enemigos
Reniego de mis deudos
y no escucho a mi camada.
Soy un kalkü recogiendo yerbas en un menoko antiguo. No son mías y las hurto.
Con ellas abriré tu carne, colgaré un venado y comeré su estómago. Como un Prometeo falso irá tu nombre en la Cabeza del Águila:
Hay diálogos que anidan en el cuerpo
entes que repiten la soledad de la caverna
Ven ellos la inquina de mis obras
un legajo que se alza
en manos extranjeras.
Vestido como un cuervo cargo alas pesadas
He subido al monte a pactar con mi enemigo
El maestro guía y corrige a su oponente habla de una tierra que ha caído al mar
Arrastro como un crío mi cabeza rota la bolsa de mi padre
y el cóndor del resentimiento
¿Quién soy? ¿La sombra del botero
en los mares oscuros?
¿O el negro espantapájaros
que asoma entre las piedra?
Veo el peso de la tierra humeda en los animales
las horas castigadas y surco de mis dientes
Un lugar / un lugar donde reposen
estos huesos
Para el fuego de tus noches
o los perros felices.
TOTÉMICA 1: ALONSO DE ERCILLA
Ofrezco a tus ancianos la hoz del matrimonio
un cántaro vacío arrojado a las Tinieblas
No creas que me sangran
o se me caen las manos
Yo acaricio -entre las sombras- a mi perra Europa
Tú eres mi Araucana de mechones grises
la india que respira fuego y sacude hombres
en sus faldas
Yo te di tres hijos tres dictadores gordos
adiestrando a oscuras un caballo de mármol
Mi nombre es Ercilla “el semejante”
Para ti es este libro y esta pareja de bueyes
No es bueno que deambulen solitarios por la noche
como dos hermanos falsos y callados
entre espejos
A ti te di un país un Teatro de Sombras
un lugar donde pasear tu críos
carcomidos por las aguas
No es justo que retengas y condenes mi silencio
Yo te di un país Tú la letra virgen
de tus cantos de extranjera.