De-Nominaciones e Identidades

 

David Wallace Cordero

                                                                                                    En ese tiempo el bullicioso Marte
                                                                                                    saca su carro con horrible estruendo,
                                                                                                    y ardiendo en ira belicosa, parte
                                                                                                    por el dispuesto Arauco discurriendo:
                                                                                                    hace temblar la tierra a cada parte
                                                                                                    los ferrados caballos impeliendo,
                                                                                                    y en la diestra en sangriento hierro agudo,
                                                                                                    bate con la siniestra el fuerte escudo.
                                                                                                                   La Araucana, Canto IX

 

Un antiguo profesor de la Facultad de Filosofía y Humanidades y, más tarde, rector de la Universidad de Chile, Diego Barros Arana, consideraba a La Araucana de Alonso de Ercilla como la obra fundacional de la historia de Chile. Auspiciado tempranamente por Andrés Bello, llegó a escribir una obra monumental referida a nuestro Estado y a sus discursos generadores de nacionalidad.

Dentro de los procedimientos empleados por Barros Arana hay uno que resulta particularmente significativo dentro del contexto de la escritura. En el Manual de composición literaria (1871) se abordan varios aspectos poéticos y retóricos desde los preceptos pedagógicos. Por ello, se enseñan violentas técnicas para convertir los versos en prosa: “La rima que es un elemento de belleza en la poesía, desagrada al oido (sic) en la prosa. Para evitar esto, basta muchas veces hacer desaparecer la medida del verso, cuidando que las dos palabras que riman no terminen los miembros de las frases”[1].

No terminar los miembros de las frases y transformar al texto en una visualidad desmedida es el proyecto que abordan los artistas plásticos con La Araucana. Y, ahora, volcar esas imágenes en escritura con signos lingüísticos agrega todavía más violencia sobre los significantes. Esa violenta conversión, que metafóricamente leo aquí, funciona destejiendo la octava de Ercilla y parece olvidar el “discurso de Colocólo a los indios araucanos reunidos para elejir un jefe” en el entramado épico y andamiaje mítico del origen como proceso de llegar a ser y desaparecer de las cosas como afirmaba Benjamin.

Nacimiento y trayectoria instalados sólo en la violencia de la guerra que exhibe el choque de los cuerpos que ya advertía Alone en su lectura de la obra: “La fuerza de Ercilla, lo que constituye su armazón, todos la encuentran (…) en la viveza de los combates que describe y los encuentros cuerpo a cuerpo. Se presencia los pugilatos, se ven los brazos acordonados enlazarse a torsos hercúleos, las piernas entremezcladas a las piernas y los mocetones jadeando sudorosos, con quejidos que se oyen”.[2] Manifestación esta última que evidencia esa posibilidad de leer La Araucana como un bello discurso que hibrida amor y odio en un soporte ambiguo: el texto excedido, como parece afirmar Jocelyn-Holt en su propia Historia de Chile.

Exceso transformado en ambigüedad que desjerarquiza las estructuras tradicionales para enfrentar los cuerpos textuales – y sus partes- concebidos desde una visualidad que dialoga conflictivamente con la obra impresa en la impresión que los lectores tienen antes de Ercilla: “(…) La Araucana es, sin duda, uno de los caminos fundamentales que llevan hacia la profunda y verdadera identidad chilena. Me parece que La Araucana es un regalo que no ha sido suficientemente valorado”.[3]

Por ello, descentramientos y puntos de fuga desterritorializan la hegemonía colonial y lingüística para transformar la minoría en mayoría desde el rescate nominal y material de la cultura mapuche. Los textos visuales oscilan, asimismo, entre el amor y el odio de la violencia que se plasma en los significantes nombrados por un gesto anterior al reclamo de autoría: la escritura. Inscritos en la tradición, se detienen a considerar sus filiaciones identitarias en la lengua subalterna: cerca y acerca de lo otro.

Lorena Lemunguier intitula su obra Ruka Treng Treng: hogar tutelado por el espíritu protector del volcán. Dentro de la descripción de los materiales empleados por la autora predominan aquellos referidos al acto de tejer. Así, y mediante éste, la trama es dispuesta en una reescritura que posibilita, pienso, un hospedaje identitario.

Sin embargo, Derrida afirma que la identidad se construye sobre una base parasitaria y hostil, reflejando, con ello, la imposibilidad en la constitución de ella sin una lengua materna que permita al yo decir yo: “¿Qué es la identidad, ese concepto cuya transparente identidad consigo misma siempre se presupone dogmáticamente en tantos debates sobre monoculturalismo o el multiculturalismo, sobre la nacionalidad, la ciudadanía, la pertenencia en general? Y antes que la identidad del sujeto, ¿qué es la ipsidad? Ésta no se reduce a una capacidad abstracta de decir ‘yo’ […], a la que siempre habrá precedido. Tal vez signifique en primer lugar el poder de un ‘yo puedo’, más originario que el ‘yo’ […], en una cadena donde el ‘pse’ de ipse ya no se deja disociar del poder, el dominio o la soberanía del hospes (me refiero aquí a la cadena semántica en obra tanto en la hospitalidad como en la hostilidad)”[4].

Por ello, el hospedaje identitario (hostil y hospitalario) acoge el poder como suplemento o prótesis de su mismo discurso señalando, de esa manera, que éste se halla acogido por lo que le falta y sobra al cuerpo: escritura e inscripción.

Huella o marca que se manifiesta también en la necesidad de generar recuerdo soberano,  entramado a través de la identificación con el origen de ese yo residenciario o domiciliado en la ruka: “En su concepción corriente, la anamnesis autobiográfica presupone la identificación. No la identidad, justamente. Una identidad nunca es dada, recibida o alcanzada; no, sólo se sufre el proceso interminable, indefinidamente fantasmático de la identificación. Cualquiera sea la historia de un retorno a uno mismo o a su hogar de cualquier manera que se fabule una constitución del sí mismo (…) uno siempre se figura que aquel o aquella que escribe debe saber ya decir yo”[5].

Por eso, ese saber aparece representado en la obra de Lorena Lemunguier  en la recurrencia al mito que le sirve de base intertextual –prótesis o suplemento- para plantear su identificación con una pertenencia u origen anfibológico. Así, y más allá/acá de éste, la imagen del volcán exhibe su poder contradictorio: destrucción y protección al mismo tiempo. Desde una perspectiva metafórica, además, éste evidencia la pasión que también se sitúa en este plano, ya que manifiesta simultáneamente un padecimiento pasivo o una acción vehemente. Asimismo, la lava, materia derretida, fusionada, forma un río de fuego en la erupción que lava, limpia y purifica los materiales de construcción/destrucción. Como expresión del fuego, ésta representa la fuerza de transformación en tanto agente de aniquilación y renovación que estalla en la escritura, excediéndola a la historia de la sangre desbordada con la cual la sujeto se identifica.

El tapiz que teje la escritora/autora cae y se levanta hacia/desde piedras que se encuentran intervenidas por trozos de metal dispuestos como cruces que representan esa contradictoria pasión antes comentada, referida ahora, sin embargo, a la evangelización, expresando metonímicamente la violencia de las armas de fuego o el fuego de las armas. De esta manera, la obra se cierra o se abre, de acuerdo al recorrido que asuma la mirada del espectador al contemplarla, en la concreción simbólica de un yo que puede cohesionar este discurso, ya que las piedras representan la solidez de la lápida mortuoria ante la amenaza de la disolución y el olvido,  pero siempre desde la contradicción.

Si de inscripciones y escrituras se trata, la obra de Bernardo Oyarzún se plantea en términos de una retahíla, es decir, una lista que se despliega desde la letanía incorporando muchos nombres en una procesión que insiste reiteradamente en la fijación de un origen nominal que debe ser recordado. Instalados en la superficie de inscripción, los nombres se suceden y anteceden y, sin embargo, se ubican en medio del vacío que reclama ser completado por una gramática de los nombres propios cohesionados por el sujeto lectura que es capaz, además, de reunirlos en términos nominales. Si de nombres se trata, la apuesta es puesta sobre la pared para generar una memoria nominal ante la amenaza del olvido: memoria de la tumba o epitafio sobre/en ella: escritura del deseo de rememorar y no de la imposición de hacerlo.

Luis Bernardo Guzmán aborda en Peuma, por su parte, la relación entre la escritura y el mito. Retrotrae, por ello, su discurso hacia aspectos que, dejando de lado aquellas dimensiones relativas al nombre y a la de-nominación de memoria, se sitúan en la composición de, parece afirmar, toda realidad: ésta proviene del sueño y se detiene en el contorno circular que representa lo femenino: óvulo, cadera, mamas que flotan en el espacio donde se instala la muestra; lactancia, sobre todo, pues al beber ahí se despliega ese origen que parece anteceder al mismo inicio en tanto manifestación de un tiempo mítico, que es el no tiempo, para vaciarse en circulares globos que nutren y alimentan al sujeto de la contemplación.  Sin embargo, y en esto reside su amenaza, la atemporalidad del mito requiere de un soporte que lo insufle, levantándolo, de aquella coyuntura que evidencie la perturbación de la aniquilación que exhibe el video. Apuesta eterna por la identidad que requiere de una acción que soporte aquellos aspectos que degeneran el mito y que, además, lo acechan desde un tiempo, nuestro tiempo, de barbarie y caducidad.

Finalmente, y tratándose de una obra virtual, el trabajo de Voluspa Jarpa proyecta una instalación en el patio Domeyko de la casa central de la Universidad de Chile.  Para ello, utiliza este espacio simbólico y lo interviene a partir de varios textos donde, en primer lugar, se destaca uno: Maldigo del alto cielo de Violeta Parra. Así, y rescatando esa vieja figura retórica de la maldición, Jarpa reescribe en los pilares de la construcción neoclásica el acto de venganza y los deseos de mal al cielo como responsable de las calamidades y desgracias ocurridas que se expresan en un inmenso dolor. 

Imprecación que la mirada vigilante de ese chileno por gracia, Ignacio Domeyko, parece contemplar, perplejo, desde esa memoria que lo llevó a recorrer  la Araucanía cuando ésta todavía no había sido dominada por el Estado chileno. El viajero entabló amistad con varios caciques pudiendo recorrer con libertad ese territorio.

Interesante resulta, dentro de este contexto, que el proyecto de Voluspa Jarpa mantenga la obra de Luis Bernardo Guzmán emplazada en este patio. Genera, con ello, un diálogo intratextual con el mito que encierra en dos redes que se suspenden desde el segundo piso y que se anclan en la base de las columnas jónicas. La disposición triangular de ellas abisma su escritura, pues conjunta a los tres autores antes mencionados como elementos escriturales y, creo, también patrimoniales por el lugar que ha elegido para su intervención.

 


[1]Barros Arana, Diego: Obras Completas.  Tomo IV, Manual de Composición Literaria. Santiago: Imprenta Cervantes, 1910. Disponible en:

 http://www.archive.org/stream/obrasdiegobarros05aranrich/obrasdiegobarros05aranrich_djvu.txt

[2] En: Jocelyn-Holt, Alfredo: Historia general de Chile. 1. El retorno de los dioses. Santiago: Editorial Sudamericana, 2004.

[3]  Elicura Chihuailaf: “Alonso de Ercilla y Zuñiga, Un Poeta Azul y Luminoso”. En: La Araucana.Versión bilingüe. Selección: Herman Schwember y Adriana Azócar. Versión en Mapuzugun: Elikura Chihuailaf y Manuel S. Manquepi. Santiago: Andros Impresores, 2007.

[4] Derrida Jacques: El monolingüismo del otro o la prótesis de origen. Bs. Aires: Manantial, 1997, pp. 27-28.

[5] Ibid.