La guerra civil

 

Rodrigo Olavarría


BLAUE REITER

Observo las ancas del caballo con más amor que el jinete.
Ahora sé que el espíritu no necesita un cuerpo,
que el amor no puede morir de un tiro en la sien.
Yo no soy este que camina con las botas hundidas en el barro,
llevo tres vidas comprendiendo la sombra de un potrillo.
Una vida de crecimiento involuntario en lucha por una mujer,
una vida de armas ilusorias en busca de mi centro,
una vida de libros, cartas y experiencia.

Aun no comienza la primavera
y el medio día adivina una tarde soleada.

 

DESCUENTOS

Una vez dije: “Tengo dos vidas para curarme de ésta”.
Antes tuve una vida para ver el monte Fuji
desde todos los ángulos posibles, incluso desde el mar.
Tuve una vida para escribir la vida de un príncipe
que terminó viviendo la vida de un monstruo.
Tuve una vida para sentarme en una playa
y escribir el poema que las olas me dictaban
al frotar sus lomos y abandonarse sobre la arena.
Tuve una vida para discutir con profetas y los arcángeles.
Tuve una vida para despedirme de Stevenson
aunque fuera ante su tumba.
Tuve una vida para acostarme al lado de Julia
y acariciar sus piernas hasta quedarme dormido.
Tuve una vida para ser condenado a muerte,
huir, vivir como cortesano y desaparecer.
Tuve una vida para pensar en las ancas de los caballos
con más amor que cualquier jinete.
Quedan dos vidas para curarme.

 

SATURNALIA

Julia, amor, llegó la hora de festejar las Saturnales,
de gritar por las calles, bailar por el fin de la siembra
y humedecer el espíritu con vinos falernos y albanos.
Un viejo de Hibernia dijo: “Creo que es mi última fiesta
y luego desde su boca sin dientes surgió una canción
sobre acantilados, el rocío y una chica de ojos pardos.
Entonces cerré mis ojos y pensé en tus manos,
en tu cuerpo que me llena a diario de dicha y celos
y en el día que perdí mi transporte a Picenum
que es a la vez el día en que hablamos por primera vez,
nos deseamos y escuchamos un cantante tartamudo.

Los muchachos de la tercera legión cantan al atardecer
y las campanas celebran el nacimiento del sol invicto.
Antes canté a la guerra y bien puedo volver a hacerlo,
pero hoy antorchas y velas ponen fin a la oscuridad.
Hace años un sacerdote de Saturno predijo mi muerte,
dijo: “Desde la costa egipcia partirás a una feliz reunión.
Cuando te veas derrotado acude humilde a esta cita.
Más que nadie quisiera que esta guerra no fuera eterna,
que un viento soplara este mundo como a una semilla
perdida entre hojas secas para hallarte, de nuevo, sola
y ahí abanicarnos con recuerdos y una vida nueva.

 

EN EL PALACIO

Estaba en la línea de fuego, cercano a las trincheras,
mientras bombardeaban a nuestros muchachos
y los políticos declaraban la guerra a tres países.
Me propuse escribir poemas de amor,
parodias de los folletos de la iglesia católica
Quería hacer como los poetas,
escribir algo que pudiera hacer pasar por poesía,
textos amorosos escritos a la manera de panfletos mormones
cuyos títulos suelen ser preguntas del tipo:
“¿Cómo era mi vida antes de conocer al señor?”.

Estaba sentado junto al cadáver de un amigo,
un soldado boliviano que me había prestado fuego,
cuando vi aparecer en el cielo un avión,
un biplano desde el cual caían papeles que decían:
“Para que todos sean uno; como tú, oh Señor,
en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros.
Yo en ellos, y tú en mí…”.

 

TRANSMISIONES

Amada, estás tan lejos, en esa situación con castillos y bosques,
dormida en el ruinoso departamento de tus padres en Craiova
mientras resistimos en el frente sur con ayuda de los Mazai.
Mientras la guerra continúa para ti y para mí en distintos frentes,
me escribes cartas que sabes, nunca llegarán a destino.
Veo fotografías tuyas junto a un río, recitando las noticias en TV,
besando a tus amigas o en la plaza de alguna ciudad del este.
Descalza te veo dibujar tu nombre en las arenas del mar negro,
visitar a un poeta romano exiliado en Constanţa, otrora Tomis,
o en Herculane, donde presencié la simbiosis de tus ojos
con la fauna local, la flora y los ríos que nos rodeaban.

Entonces, me preguntaba si vivirías hasta los ochenta y tres,
si estaría yo ahí para ser bienvenido o ver algo que nadie vio.
El lugar era sólo un descampado al pie de las montañas,
después hicimos de ese sitio un campamento militar,
algunos nos quedamos, también algunos comerciantes,
a los pocos siglos se empezó a hablar de una ciudad.
Sucesivas e infructuosas invasiones nos forjaron,
numerosas negligencias administrativas del imperio
y cambios de régimen nos alejaron progresivamente,
hasta que nuestra lengua mezcló la raíz latina a la oriental.
Dacia nos adoptó, fuimos un punto en las rutas comerciales,
y un nuevo estandarte condenado a la defensa del amor.

Estás tan lejos que ni un striptease por cámara web podría acercarte
o hacerme ignorar que estamos solos sin importar nuestros deseos.
Sólo escucho tu voz en reportes de una radio pirata a medianoche,
movimientos de la línea de fuego en Rusia, Tanzania y Burma,
algún reporte sobre Buenaventura Durrutti o Michimalonco,
alentadoras mentiras para los polacos y alguna extraviada terneza.
Transmisiones en que veo mi corazón y el de todos irse a pique.

 

BUCÉFALO

Cuando te vi por primera vez te rodeaban para la doma,
no eras un potrillo ni yo un niño pero temíamos a tu sombra.
Todo animal visto de cerca parece venir de otro planeta
y tú jamás serías la excepción a esa regla trasnochada.
Cubrí tus ojos y susurré en tu oído lo rápido que iríamos,
lo que verían nuestros ojos cubiertos por un manto de luz,
ceñidos por la misma brisa en estampida y bajo fuego.
¿Recuerdas el viento y a Lautaro en la batalla de Tucapel,
el brillo en los ojos de Vercingétorix después de Gergovia,
las palabras de Eleazar Ben Ya’ir o de Aníbal, el Cartaginés?
Mi cabeza de buey, lo repito, no es la luna que desaparece
no son las estrellas las que se ocultan, es la ciudad ocupada
que se desvanece mientras me quedo dentro de mis botas,
mis calcetines y el sonido de campanas que se hunden.
Mueres, nace el otoño, se deslizan las nubes y se ve el viento.

 

LA FRONTERA

Yo estuve de pie en la frontera, en el lugar exacto,
de hecho, durante meses viví a dos cuadras de ella,
a cien pasos de la intersección de Carmen y Placer.
Entre las calles Río Yeso, Cicarelli y Casablanca
hay un verdadero laberinto de pasajes y calles,
una tundra que pone a prueba tu fe en grandes palabras,
un lugar al cual debes pertenecer para poder entrar,
donde ser flaite o cuico es del todo irrelevante.
Yo iba en bicicleta a buscar una botella de vino,
dijeron: “No vayas dos cuadras más allá de Cicarelli”.
Pero cuando vi abajo las cortinas de las botillerías
decidí que Boris exageraba y que todo estaba bien.
Encontré un lugar donde compré provisiones,
enfilé rumbo a casa dispuesto a burlarme de mi amigo
cuando por una operación compartida con predadores
fui rodeado, perseguido y golpeado con odio cierto
por muchachos que Megavisión llamaría flaites.
Y no sentí odio, sólo pena y un miedo muy real,
cuando uno dijo: “Te voy a matar, conchetumadre”.
Pero esa violencia no es distinta a ser llamado roto,
o a que te digan que estás apunado en La Dehesa.

 

IL PARTIGIANO

En la brigada comunista nº52 de Garibaldi,
A Urbano Lazzaro le decíamos Partigiano Bill,
era un spaghetti western sobre dos piernas.
Un día en Dongo detuvo un camión nazi
y encontró a Il Duce disfrazado de soldado.
Esa noche me dijo que su rostro era de cera
y su mirada vidriosa, sin luz, un pozo
que parecía carecer de toda espiritualidad.
Le recordó la mirada de Pedro de Valdivia
poco después de la batalla de Andalién,
el llamado geométrico en trazar y poblar
sabía que si mutilaban a nuestros guerreros
íbamos a aprovechar cada uno de sus huesos
y no para venderlos en una feria artesanal.

 

EL TERCER HOMBRE

Mi amigo vendía penicilina adulterada en el mercado negro,
no lo sabía cuando llegué a Nairobi en busca de un trabajo.
En el cementerio de mi corazón no faltaba ninguna cruz,
mi memoria era un país del cual quedaban un par de muros,
de todos con quienes jugué y recriminaron mis juegos
no quedaba siquiera una partícula para reconstruir sus rostros.
Yo era un sentimental que amaba las grandes palabras,
pronto me vería con un arma para defender mis pocas certezas
y dispuesto a entregar a mi mejor amigo a la policía militar.
Me lo encontré en el Parque Nacional alimentando a los leones,
vestía traje de safari, usaba barba y se hacía llamar Arkadin.
Le pedí que dejara el contrabando y me dijo: “¿Odias la guerra?
Sé que amas las grandes palabras, siempre fue así, lo recuerdo.
Palabras pesadas como candados en el bolsillo de enfrente.
Pero escúchame bien antes de denunciarme a la policía, amigo.
En Italia, bajo el gobierno de los Borgia, reinó el desprecio
hubo guerra, asesinato y el valor de la vida se redujo a cero.
Sin embargo, ahí trabajaron Miguel Ángel y Leonardo da Vinci.
Al mismo tiempo, en Suiza, existía un puro amor fraternal,
tuvieron quinientos años de paz, democracia y prosperidad.
Y, en todos esos años, ¿cuál fue su gran aporte? El reloj Cucú.

 

LA CABEZA DE VALDIVIA

Ustedes le dicen Desastre de Curalaba, Pelentaro la llama La Gran Victoria.
Tal vez no lo sepan, pero su dolor siempre será un triunfo para nosotros.
Después de la batalla de Cañete le pregunté a Valdivia si tenía un mensaje.
Me dijo que no creería la palabra de un salvaje adorador de Eponamón,
que él lo había dado todo por trazar geometrías para que Chile existiera.
Yo le dije: Valdivia, Chile solamente va a existir hasta que deje de existir.
Miró nuestra tropa integrada por mongoles, keniatas, tarahumaras y otros,
alzó la vista hacia el sol como buscando una certeza y escupió al suelo.
Entonces Caupolicán dijo que tenía sed, que feliz tomaría chicha de cráneo.
Leucotón, que estaba al lado, de un mazazo le sacó la cabeza a Valdivia,
todos quedamos en silencio, alguien vació la calavera y la llenó con chicha.
Estábamos gritando y bebiendo felices cuando vimos el cadáver agitarse
y del cuello surgir un hueso que se hinchó y se cubrió de tendones y pelos.
Carne, dientes, orejas, ojos sin órbita y una lengua que empezó a maldecir:
Caupolicán, si en algo odio mi destino es que tu nombre irá unido al mío.
No deseo para ti un suplicio que te convierta en mártir ejemplar y señero”.
Cuauhtemoc, último tlatoani, cortó la nueva cabeza de Valdivia y la vació,
pronto el cráneo fue llenado con chicha y ofrecido a nuestros guerreros,
dos segundos después escuchamos la voz de una garganta en formación,
del flamante cráneo manaban injurias y parecía a punto de explotar.
Sólo deseo que un indígena ficticio reemplace tu imagen en monumentos,
que un urbanista te instale en el cerro Huelén y en logos de farmacias.
Un guerrero hutu arrancó esta nueva cabeza de Valdivia y nos la ofreció,
ya llenábamos la testa con chicha cuando apareció una nueva que gritó:
Te deseo el peor de los suplicios y que los indios te repasen con flechas”.
Un machete lo calló y al rato otra cabeza repetía las amenazas de la primera.
Así mil veces, hasta que todos bebíamos directo del cráneo de Valdivia.

 

LA COMPAÑÍA

Llegaron humildes ante el shogun de esta isla,
eran tres hermanos Jesuitas que ofrecían su fe,
fueron rechazados y obligados a dejar el Japón.
Yo tenía cincuenta años, mis hermanos samurái
contaban con mi espada, mi consejo y mi sangre
para defender siempre sus esposas, hijos y su pan.
Antes dije que yo también cantaría la guerra
cuando se agotara finalmente el tema del amor,
no veía que escribir ese amor era escribir la guerra.
Decidí luchar y cantar damas, armas y amor,
no callar de los caballeros los esfuerzos ni el afán.

Ocurrió el año mil quinientos cincuenta y dos,
San Francisco Javier como sacerdote kirishitan
bautizó al ejército samurái de la compañía de Jesús
que por cincuenta años pelearía en montañas
y planicies a los soldados mercenarios del shogun.

 

SANTIAGO

Trabajo en las trincheras, herido o no, siempre peleo.
Me gano la vida y el pan escribiendo novelas tristes,
me pagan por cada lágrima derramada por mis lectores.
Hace años alguien dijo: “Se acerca la hora de resistir,
de defender el hogar y el pan sin importar el costo.
La hora de morir como hombres y mujeres libres
para poder vivir como hombres y mujeres libres.
Pero sólo lo creí cuando Cabeza de Antorcha lo dijo
y nos llevó a prender fuego a las sombras del Huelén
el once de septiembre de mil quinientos cuarenta y uno.
Después cruzó la cordillera y fue recibido en Cuyo,
decía: “Ayer me vi señor y respetado, hoy pobre
y despreciado en tierra ajena; mejor haber obedecido
y ser señor que verme así, en esta baja fortuna.

Así fue como unió su causa a la causa de Valdivia,
creo que fue en mil quinientos cuarenta y nueve.
Así nos enfrentó en Andalién y así mató a Ainavillo;
así perdimos su valor, el de sus palabras y sus actos;
así un día de primavera apenas encogimos los hombros.
Nadie celebró el fin que le dio Jerónimo de Alderete,
pues quién más que él fue un guerrero puro y dedicado,
quién se atreve a maldecir el nombre de Michimalonco.

Cuatrocientos treinta y siete años antes que yo naciera
y dos años después de la muerte de Cabeza de Antorcha
Carlos quinto concedió a Santiago el título de ciudad,
un escudo de armas con ocho ostiones y un león rampante.
Una ciudad donde llevar mi vida de libros y experiencia,
una ciudad que imaginar en llamas en días de elecciones
una ciudad en cuyo barro hundir las botas y pelear.

 

EN LA CORTE

Una vez muerto el constructor del palacio Nonsuch
se planeó el matrimonio de su hija María con mi señor,
viajamos vestidos con cortesana dignidad a Londres
y celebramos la unión con sin igual desparpajo y gala,
el veinticinco de julio de mil quinientos cincuenta y cuatro.
Un año después conocí a Jerónimo en una cervecería,
me dijo de una tierra sometida a ningún gobierno,
de eximios guerreros adoradores de un tal Eponamón
que defendían su tierra como los soldados de Saladino
cuyas gotas de sangre equivalían a tres de sangre cruzada.
Me contó de un indio llamado Cabeza de Antorcha,
del día que se allegó a Santiago del Nuevo Extremo
y le pegó fuego por los cuatro costados, de su traición
y cómo lo mató un día que adivinaba una tarde soleada.
No podía existir más perfecta antípoda de la corte Tudor,
de su fastuosa decadencia y sus elaborados vicios.
Prometí unirme al viaje, promesa que maldije en Panamá,
un año después, sentado ante el cadáver de mi amigo.

 

LA GUERRA CIVIL

Vuelve a pasar por mi corazón la imagen de la tierra en llamas,
lo que dicen los muertos cuando llueve y queremos escuchar
por encima del ruido de los mandatos y la limpieza del territorio.
Porque el cinco de abril de mil ochocientos setenta y nueve,
exactamente cien años antes de que yo naciera esto empezó,
primero como guerra del pacífico y luego como pacificación.
A los rotos nos cargaron de todas partes de Chile en trenes,
primero al Perú, luego de Lima a Traiguén por mar con rifles.
Así repasamos grandes bandas de indios iguales a nosotros,
la obsoleta estrategia aprendida de Lautaro los condenó.
Ayer un tal Recabarren me decía: “¡Menudo centenario!
tres guerras civiles y decenas de matanzas de obreros,
esto no es una república, más bien es una republiqueta.

La operación Cóndor es una guerra civil trasandina oculta.
Primero fueron los Pincheira por desconocer la soberanía,
Luego la campaña del desierto y la pacificación araucana.
Nuestra independencia es sólo para quienes pueden pagarla,
firmar un cheque en blanco y abrir nuevos puestos de trabajo.
Para los otros hay guerra civil, represión, ley antiterrorista,
operación Cóndor y ley de seguridad interior del estado.
Porque hay un tremendo enemigo interior al cual vencer.
Una masa asquerosa que muta y aparece como mapuche,
huilliche, roto, obrero, homosexual, comunista y flaite.

Hay que defender como sea nuestra democracia
del lumpen, de esos flaites asquerosos, de esos indios.