Ercilla contruyendo la geografía de un país

 

Emma de Ramón

 

            Apenas  se comienza a hurgar en la llegada de los conquistadores al territorio que hoy conforma nuestro país y cuando nuestra curiosidad ya no se sacia con la información que aparece y “consta” en los libros más tradicionales de historia, el misterioso ir y venir de lo dicho y lo no dicho en los documentos que aún conservamos de aquella época toma su lugar, pormenorizándonos circunstancias y hechos o haciéndonos evocar tiempos, lógicas, espacios, gente, fragancias y texturas remotas. Claro, porque una cosa es lo que “consigna” el documento y otra, muy distinta, lo que podemos presumir que ocurría según se insinúa en aquellos textos. En el primer caso, es “la verdad” lo que se ha recogido en la historia oficial sellada con mil escrituras que narran, una y otra vez, la conquista de este “indomable” reino y los trabajos que de dicho proceso de conquista se desprendieron para los invasores y, según esta historiografía, muy subsidiariamente para las culturas indígenas. Por ejemplo, la crónica que nos ocupa, dedica largos versos a describir batallas, actos intrépidos de los contendores, episodios de arrojo o entrega, gestos de valentía, dolores, pérdidas, encuentros y desencuentros. Gran parte del esfuerzo de Ercilla en su poema radica en contar los hechos; tal o cual batalla en verdad existieron y los muertos o heridos en ella realmente fueron heridos o muertos ese día, en las circunstancias que narra el poeta.

            Es importante recordar que aquella “verdad” relatada, aparentemente objetiva, ha sido deducida literalmente –y en muchos casos de manera acrítica‑ de documentación escrita por Valdivia, Ercilla, Vivar y por varias otras personas (hablamos de las decenas de cronistas que se han infiltrado en nuestra primera y más antigua historiografía), interesadas en impresionar favorablemente con las bondades de la región o con los propios méritos a ciertas autoridades como el rey, el Consejo de Indias o los altos funcionarios peruanos. Por tanto y al menos, sus versiones de lo ocurrido están oscurecidas por sus intereses. No tenemos por qué presumir que eran conscientemente mezquinos; tal vez simplemente era su manera de ver y relatar lo que les había ocurrido. Lo que sí constituye un error es la construcción de una “historia” basándonos sólo en el relato textual de estos documentos.

            La segunda forma de abordar estos textos trata de escudriñar en lo implícito, en los rastros y las huellas de hechos, gestos y memorias que quienes escribieron, no quisieron o no pudieron o no supieron decir. Siempre se cita a este propósito la afirmación de Pedro de Valdivia en una de sus cartas, cuando describe la difícil situación que enfrentaron los conquistadores después del ataque y destrucción de Santiago por parte de Michimalonco y su ejército, el 11 de septiembre de 1541. Dice el caudillo, textualmente, refiriéndose a las circunstancias vividas por los nóveles pobladores de la ciudad unos días después del ataque: “y viendo la grand desvergüenza y pujanza que los indios tenían por la poca que en nosotros veían y lo mucho que nos acosaban, matándonos cada día a la puerta de nuestras casas nuestros anaconcillas que eran nuestra vida y a los hijos de los cristianos[1]. Como se puede observar, Valdivia menciona a “los hijos de los cristianos”, es decir, a los hijos de los propios conquistadores y se sabe que los españoles no traían otras mujeres –a excepción de Inés Suárez‑, que las indígenas del Perú y de otras regiones de América que venían apoyando la expedición como sirvientas. Por tanto, la frase confirma, indirectamente, que los conquistadores estaban amancebados con sus indígenas auxiliares y que con ellas tenían hijos reconocidos como tales, probablemente bautizados e incorporados plenamente a este pequeño mundo hispanizado y profundamente híbrido que se había desplazado desde Cuzco hasta el valle del Mapocho. Como resulta evidente, deslices como este hay muchos en las crónicas de la época, así como también las hay en el propio texto de Ercilla; los invito entonces a observar una de aquellas “omisiones” presentes en este texto.

            En relación a lo ya señalado, quisiera reflexionar específicamente sobre una situación que siempre me ha llamado poderosamente la atención: la construcción por parte de estos primeros cronistas y por el resto que les siguió a lo largo de toda la colonia –incluso más tarde entre los historiadores del siglo XIX‑, de una idea de patria y territorio que, desde luego, no existía entre los pueblos que habitaban estas tierras antes de la llegada de los conquistadores y que tampoco se explica al observar la serie de circunstancias políticas que afectaron al territorio durante toda la época colonial y gran parte del siglo XIX.

Territorio chileno al momento de la llegada de Valdivia.

            Como se sabe, la organización política y cultural del territorio que hoy conocemos como Chile era, antes de 1540, muy distinta a la que conocemos actualmente ya que existieron varios pueblos y culturas diferentes, dispersas en todo nuestro territorio, que compartieron algunos rasgos fruto tanto de la colonización inca como de sus mutuas interrelaciones. Así, de norte a sur se podía encontrar ocupando los valles a culturas -muchas de ellas desaparecidas- que hoy se conocen con nombres como Diaguitas, Picunches (o complejo cultural Aconcagua), Promaucaes, Mapuches, Huilliches, Pehuenches, etc. Es decir, lo que conocemos como “Chile”, no era para nada una entidad política unitaria que reconociera una cultura y un pasado común y que, por lo tanto, tuviese una noción de territorio semejante a la que puede percibirse desde muy temprano en las cartas y crónicas de los españoles. Al contrario, “la larga y angosta faja de territorio” –como se apoda a nuestra fisonomía geográfica‑, se encontraba dividida y organizada culturalmente de acuerdo a los recursos que podían encontrarse en una región relativamente vasta, pero muy precisa que ocupaban pueblos que recibían, desde hacía unos 50 o 60 años, una creciente influencia quechua y que, cual más, cual menos, se habían convertido en sus tributarios tanto en el sentido estricto de la palabra, como también en un sentido más laxo al recibir su influencia cultural.  Es esta, por cierto, una situación totalmente diferente a la que los españoles encontraron en el Alto Perú o en Quito, donde un mismo sistema político, una misma lengua y una misma cultura otorgaba y otorga unidad a la región.

            Incluso es muy interesante constatar que era tan poco clara para los españoles la organización política y geográfica de América del Sur, que las primeras capitulaciones para conquistar fueron otorgadas en franjas horizontales señaladas por los paralelos, de norte a sur. En efecto, las primeras capitulaciones entregadas a Francisco Pizarro y Diego de Almagro por parte de Carlos V, dividían el actual territorio brasileño, ecuatoriano, peruano, boliviano, uruguayo, paraguayo, chileno y argentino en cuatro espacios que corrían de este a oeste. Cada una de estas franjas fueron entregadas a un conquistador distinto: la más norteña, a Pizarro; la siguiente hacia el sur, a Almagro; la siguiente a Pedro de Mendoza  y la más austral a Simón de Alcabaza, cuya expedición terminó trágicamente en las islas del Estrecho de Magallanes después de un motín que cobró su vida.

            En estricto rigor, el territorio entregado a Almagro por el rey el 21 de mayo de 1534 y bautizado como Nueva Toledo, abarcaba desde las inmediaciones sureñas del Cuzco, hasta aproximadamente unos 1.600 kilómetros al sur –limitando con la zona que actualmente ocupa la ciudad de Taltal-, además de toda la inmensa franja de territorio que corre desde el Pacífico hasta el Atlántico – el borde de estos paralelos-  y que actualmente toca a parte de cinco países: Brasil, Perú, Bolivia, Paraguay y Chile. Por supuesto que Almagro, conquistador de dilatada experiencia, no siguió esa lógica geográfica en su terrible viaje a Chile (1535-1536), sino el Camino del Inca que, partiendo desde el Cuzco, bajaba del altiplano hacia el actual norte argentino. En su penoso periplo, Almagro cruzó la cordillera por donde la cruzaban los mensajeros del Inca, es decir, por los pasos que conectan Argentina con Chile a la altura de Copiapó, mucho más al sur de lo que indicaban los límites australes de su jurisdicción. La lógica geográfica utilizada al fijar el curso de la expedición de Almagro fue, si pudiéramos llamarla así, la cordillera de Los Andes, considerada como una especie de columna vertebral que unía las vertientes orientales y occidentales de ésta y daba coherencia política al imperio prehispánico. Como sabemos, Almagro exploró su territorio por el lado argentino e incursionó en nuestro territorio hasta el valle del Mapocho, mientras que uno de sus  capitanes lo hizo hasta las alturas del río Itata. Regresó, como era geográficamente lógico también, directamente al norte, cruzando el despoblado de Atacama hasta la actual Arequipa y desde allí remontó las alturas cordilleranas hacia el Cuzco, camino que fue, desde entonces, el más utilizado para la comunicación entre Perú y Chile.

            En parte, esta división burocrática y absolutamente teórica establecida por la concesión territorial hecha por Carlos V a Diego de Almagro, heredada por Pizarro y derivada a Pedro de Valdivia primero como “teniente de gobernador” y después de su proclamación como Gobernador del reino, implicó la relación administrativa que mantuvo la Capitanía General de Chile con la región de Tucumán hasta 1563 y con la región de Cuyo, incluida en su territorio hasta el año 1776. En este sentido, podemos observar cómo durante buena parte del período colonial y, por supuesto, durante el par de años que Ercilla participó en la guerra de Arauco y en la consolidación urbana del reino, la cordillera de Los Andes, al menos respecto a una gran parte del territorio conquistado por entonces, seguía sosteniendo de manera simbólica la interpretación topográfica otorgada por los incas y por las culturas que los habían precedido; como decíamos, más que un límite era una gran columna vertebral que unía y daba sentido económico y político a los valles y estribaciones que, al este y al oeste, se desprenden de ella.

Ercilla y la descripción del territorio chileno

            Por ello es sorprendente que Ercilla exclame, al describir el territorio:

Es Chile norte a sur de gran longura

Costa del nuevo mar, del Sur llamado

Tendrá del este al oeste de angostura

Cien millas, por lo más ancho tomado

Bajo del Polo antártico en altura

De veintisiete grados prolongado

Hasta do el mar Océano y chileno

Mezclan sus aguas en angosto seno”.

            ¿Por qué un español que venía llegando a esta región pocos años después del asentamiento de un pequeño grupo de pobladores dispersos, que en la práctica se habían asentado con una solidez relativa apenas en dos ciudades (La Serena y Santiago), interpretó que el país era largo y estrecho y que culminaba o limitaba en el Estrecho de Magallanes (al que apenas habían alcanzado unas pocas expediciones marítimas, buena parte de ellas fracasadas), esto es,  precisamente donde se unen los océanos? ¿Por qué para él la cordillera de Los Andes era un límite y no un canal de comunicación como era para los pobladores cristianos? Estas son dos preguntas centrales para interpretar la pregunta que tal vez pueda ser la más importante desde el punto de vista político: ¿Por qué el territorio chileno se configuró (para bien o para mal) siguiendo las interpretaciones de sus cronistas y no la de las tradiciones inmemoriales de sus antiguos habitantes? ¿Por qué este fenómeno ocurrió tan tempranamente (30 años después de la llegada de los primeros colonizadores y aún menos si consideramos las declaraciones de Valdivia sobre el tema)? ¿Por qué esta configuración tuvo tantas repercusiones y tan a largo plazo para la identidad territorial chilena, repercusiones tales como la construcción de este territorio “soñado” a través de varias guerras y ocupaciones territoriales ocurridas desde fines del siglo XIX  hasta principios del siglo XX?

            Para ser justos, Ercilla no fue el primero que prefiguró esta especie de isla larga y angosta inserta entre el mar y la montaña, como el territorio donde hoy nos hallamos instalados. En la carta de Pedro de Valdivia al rey, escrita en La Serena a 4 de septiembre de 1545, es decir, varios años antes que el Gobernador del Perú Pedro de La Gasca confirmase los límites de la nueva gobernación creada por Valdivia, éste declaraba, después de señalar que este reino comenzaba por el norte en Copiapó, que  hasta aquí [La Serena] hay cien leguas y siete valles en medio y de ancho hay veinticinco leguas” y que los indígenas al norte del valle del Aconcagua eran pobres; además indicaba “que esta ciudad de Santiago del Nuevo Extremo es el primer escalón para armar sobre él los demás, e ir poblando por ellos toda esta tierra a V.M. hasta el Estrecho de Magallanes”. Como puede observarse, a pesar que en 1545 las concesiones reales señalaban que Valdivia se encontraba ocupando no los territorios que le habían sido delegados por Pizarro (la Nueva Toledo, antigua concesión recibida por Almagro), sino la parte occidental de los territorios otorgados a Pedro de Mendoza diez años antes con el nombre de Nueva Andalucía, el capitán se había otorgado la facultad no sólo de cambiar el destino de su camino y asentamiento de la colonia, sino también el objetivo final de su proyecto, es decir, ocupar el extremo austral del continente, la Nueva de León (otorgada originalmente a Simón de Alcazaba y posteriormente a Francisco de Alderete). Como si esto fuera poco, le había cambiado el nombre a toda la “tierra” llamándola “Nueva Extremadura” y había modificado de raíz y para siempre la fisonomía política que originalmente había impuesto la corona sobre estas tierras, señalando que de ancho la tierra tenía 25 leguas, es decir, unos 200 kilómetros.

            A pesar de las declaradas intenciones de Valdivia de consolidar la ocupación longitudinal del territorio, la concesión de la gobernación que le hizo La Gasca en 1548 fue “desde Copiapó que está en 26 grados de parte de la equinoccial hacia el sur, hasta 41 norte sur, derecho meridiano y en ancho desde el mar la tierra adentro, cien leguas hueste leste”. Es decir, desde las inmediaciones de la actual ciudad de Chañaral (al norte de Copiapó), hasta el sur de la actual ciudad de Osorno, unos dos mil kilómetros de largo por unos 800 de ancho aproximadamente, pasando por la cordillera de Los Andes hacia el actual territorio argentino, ocupando con ello los territorios de Tucumán y Cuyo. Queda claro, entonces, que  aunque este nombramiento provino de alguien que estaba en Sudamérica y que había visto y andado la cordillera de Los Andes, el criterio político aplicado tendió a la conformación de una región más o menos rectangular y a pasar por alto la configuración propuesta por Valdivia. Probablemente el criterio seguido fue el de la integración de ambas bandas de la cordillera, en vez de la pretensión valdiviana de la configuración territorial isleña para nuestro país.

            Una segunda intervención importante en el sentido de destacar la cordillera como límite, correspondió al cronista Jerónimo de Vivar, compañero de Valdivia, en su “Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de Chile”. Este singular testigo de los primeros tiempos de la conquista realiza una breve, pero significativa descripción de la “cordillera nevada” en el capítulo 92 de su obra. Dice Vivar que “Muchas veces se ha tratado de la cordillera nevada y pareciéndome justo quise decir d’ella y de dónde procede qu’es de Santa Marta y pasa por cerca de Cartagena y atraviesa todo el Perú y toda esta gobernación de Chile y llega al Estrecho de Magallanes y pasa adelante, según se ha visto. Desde Cartagena al estrecho son más de dos mil leguas. En muchas partes d’ella no se quita la nieve en todo el año. Tiene de atravesía veinticinco y treinta leguas y más de altas sierras y profundas quebradas. En esta gobernación es en parte montuosa la falda d’ella y en partes es pelada. Pásase por tres o cuatro partes y con gran trabajo. Son tres meses del año qu’es enero y febrero y marzo y todos los demás no se puede pasar por causa de los grandes fríos. El término que hay d’ella a la mar son quince y dieciséis y en partes diez y siete leguas y no hay más anchor y ansi va hasta el estrecho. Y en este compás va la población”.

            Como se observa, son varios los aspectos interesantes para nuestro tema que se desprenden de este párrafo. En primer lugar, se afirma que la cordillera es una característica de la geografía de Sudamérica y que la recorre de norte a sur de manera continua. No se trata de algunos cerros en una sierra localizada, sino de un filo que parte en dos la geografía. Así, el cronista señala que, además de extensa, en muchas partes la cordillera posee nieves eternas y que su ancho es de 250 kilómetros o más “de altas sierras y profundas quebradas”, resaltando así su carácter inhóspito y las dificultades que presenta su ocupación e integración a un territorio.  Para la sección chilena, el cronista incrementa las dificultades de su cruce señalando que no tiene más de tres o cuatro pasos habilitados y que éstos no pueden transitarse sino durante los meses de verano. Exagera, además, esta dificultad señalando implícitamente que la cordillera corre pareja en altura y dificultad de cruce entre Santa Marta y el “Estrecho” cuando, en realidad, desde Chillán hacia el sur la cordillera de Los Andes reduce significativamente su altura y hacia el extremo austral es prácticamente inexistente. Es decir, la cordillera fue interpretada por Vivar como una barrera que impedía de muchas formas la integración de sus vertientes orientales y occidentales, aún cuando aquello no correspondía estrictamente a la realidad geográfica.

            Visto con esta perspectiva, queda muy claro que la enunciación longitudinal de Chile realizada por Ercilla era, seguramente, una noción discutida entre los colonos durante los años 1557 y 1558, momento en que el poeta se encontró entre los soldados que servían en la frontera. Coincide esta visión con la fecha en la que Vivar redacta su “Crónica”, que corresponde a dos o tres años después de la muerte de Valdivia, quien evidentemente era partidario de esta teoría. Dicha noción geográfica de Chile no era coincidente, sin embargo, con la visión del gobernador García Hurtado de Mendoza –a quien servía nuestro poeta ‑, quien fue el impulsor de la fundación de las ciudades al lado oriental de la cordillera. Entonces, podemos afirmar con cierta certeza que durante los primeros veinte años de la conquista y colonización de esta región, los europeos comenzaron a institucionalizar  la noción de largueza de nuestro territorio, aún cuando esa versión difería considerablemente tanto de la realidad política de la ocupación como también de las instrucciones de la corte y de las autoridades españolas en América.

El registro como uno más de los conquistadores de Chile.

            El registro de las actividades de los conquistadores fue para ellos un requisito tan importante como la realización de la gesta. Llama la atención esta suerte de obsesión escritural que los embargaba. No hay campaña de conquista que no llevara a sus escribanos e, incluso, a sus cronistas quienes cumplían un rol tan significativo como el de los sacerdotes; el papel y la tinta equivalía al vino de misa y el pan ácimo. Así, ante la destrucción producida por el ataque a la recién fundada ciudad por Michimalonco y sus hombres, desesperado, Luis de Cartagena, escribano público y de cabildo, recurrió a cualquier medio para guardar la memoria de lo ocurrido durante aquel terrible tiempo en que no había tinta con qué escribir ni había tampoco vino para consagrar. El notario escribió varios años después, cuando pudo contar con un nuevo libro, lo siguiente: “ya es público y consta como el día que los indios d’esta tierra se rebelaron y vinieron con mano armada contra esta dicha ciudad, quemaron y pusieron en término de perderse todos los cristianos que en ella estábamos y la defendimos, se me quemó un libro en que estaban asentados los cabildos y acuerdos que V.S. y mercedes habían hecho, así de la fundación d’ella, como en los términos se le señalaron y el repartimiento de solares y chácaras y medida que han de tener nombramiento de oficiales y otras cosas tocantes y competederas al servicio de S.M. y conservación de su ciudad, vasallos y naturales d’ella. Y saben asimismo como hasta que el capitán Alonso de Monroy, teniente general de V.S., vino con el socorro de las provincias del Perú, los cabildos y acuerdos se hicieron y cosas tocantes al gobierno d’esta dicha ciudad que habían de estar asentados en otro libro tal cual el que a mí se me quemó por falta del y de papel para lo hacer, tenía asentados los dichos cabildos e acuerdos en papeles y cartas viejas mensajeras y en cueros de ovejas que se mataban, que los unos papeles de viejos se despedazaban y los cueros me comieron muchos d’ellos perros por no tener donde los guardar. E así por esto, como porque después de la venida del dicho capitán vino papel en el navío que trajo los socorros a esta tierra, pido y suplico a V.S. y mercedes que porque tengo hecho un libro grande para asentar todo lo que se ha hecho en esta dicha ciudad después de su fundación y reedificación y que se empezaron a hacer cabildos, manden V.S. y mercedes señalar una persona o dos o los que fueren servidos, para que vean trasladar y asentar por orden cada un año por sí, todo lo que se ha fecho hasta principio de este presente año de mil quinientos y cuarenta y cuatro años; y V.S. y mercedes, después de sacado en limpio y visto por V.S. y mercedes estar en forma y bien, interpongan su autoridad y decreto, firmando en fin de cada un año los cabildos e acuerdos que parecieren en mi poder. Y en lo que pareciere haber falta, acuerden de nuevo y lo determinen para que lo asiente en dicho libro e pueda dar de ello fe e haya claridad de todo”.

            Este fragmento da cuenta de varios elementos que son interesantes de analizar; en primer lugar, el objeto de la escritura es, de acuerdo a Cartagena, dar fe de las decisiones tomadas respecto a la novel ciudad, si es que podemos llamar así al campamento militar habitado tan precariamente por los conquistadores. Pues bien, en aquella agrupación de chozas, donde apenas se vivía a la manera española por la falta de insumos que pudieran afirmar la cultura que se pretendía implantar,  se consideraba como una de las necesidades y acciones primordiales el escribir las decisiones oficiales para que sirvieran de respaldo (o prueba) al reclamo posterior de derechos: un cargo oficial, una merced de tierras, una entrega de solares, el otorgamiento de alguna carta de vecindad, el cumplimento de alguna normativa sobre pesos y medidas, etc. Cartagena consideraba que aquella era la única forma de generar e instaurar “claridad”, es decir, orden entre los habitantes. La palabra escrita, entonces, garantizaba en medio de toda aquella precariedad la existencia de los actos: lo que está escrito existe, de allí su trascendencia. No cabe duda, entonces, que las cartas, crónicas y poemas establecieron una realidad geográfica original en la antigua configuración del territorio al sur del Cuzco. De esa innovación en la interpretación geográfica surgió lo que hoy entendemos por Chile, pero que en ese momento no era una idea comprendida ni por las autoridades españolas ni por parte de los colonos y ni, seguramente, por gran parte de los pueblos originarios que habitaban la región.

Una propuesta de interpretación y las consecuencias de la definición territorial.

            Es sabido que las crónicas tienen ese mismo objetivo: dejar constancia de lo que ocurre ‑lo que es verdad, a juicio de los letrados‑ y ofrecer fidedigno testimonio de los hechos ante las autoridades metropolitanas. La autoridad que regía en justicia y mantenía a sus pueblos en paz, signaba con la lectura de estas crónicas lo “verdadero”. ¿Y qué era lo verdadero en ese momento? En el fondo, el sentido estratégico de estas poblaciones fundadas al sur del Perú  -que pretendían mantenerse autónomas a su poderío, riqueza e influencia-,  era el de mantener una comunicación viable y permanente con la metrópoli. Y para ello debían asegurar el paso expedito entre el océano Atlántico y el Pacífico. Si el “Estrecho” podía convertirse en un paso expedito, tal como llegó a serlo a fines del siglo XVIII y especialmente durante el XIX, entonces toda la franja de tierras ubicadas a lo largo de la costa del Pacífico tendrían un sentido geográfico estratégico en el camino hacia las islas de la especiería, motor que a fines del siglo XV y hasta antes del descubrimiento de los grandes tesoros argentiníferos de México y el Perú (mediados del siglo XVI), movían todos los intereses de la Corona frente a este enorme continente que se había interpuesto en la ruta. Ese había sido el camino de Magallanes, el mismo de Loaysa. Y con el paso del tiempo, que trajo consigo las precisiones de los geógrafos y navegantes y el establecimiento de colonias sólidas y bien cimentadas en la costa del Pacífico, el proyecto no tenía por qué abandonarse.

            El problema para este proyecto fue que durante largos años no pudo concretarse. En efecto, no fue sino hasta la invasión de La Araucanía por parte del ejército chileno a fines del siglo XIX y la colonización de las tierras australes ocurrida desde mediados del siglo XIX  hasta principios del siglo XX, cuando puede decirse que la hipótesis de Ercilla vino a concretarse. Antes de aquello, durante los años coloniales, nuestro territorio no pasó de estar constituido por dos o tres regiones en las que se asentaron los colonizadores, hibridándose éstos con la población local y con la población africana importada como mano de obra para las labores del campo y de la ciudad. Como se sabe, el reino de Chile se extendía desde La Serena hasta Concepción siendo ésta y, más tarde, Valdivia, campamentos militares más que ciudades. Entre medio, la propia La Serena, Santiago, la zona de Colchagua y Maule y tal vez Chillán como lugar de paso y polo de desarrollo de la agricultura sureña, fueron parte de una región en la que durante cientos de años se amasó, lentamente, la identidad chilena más tradicional.

            En este sentido, es evidente que desde Valdivia en adelante, pasando por Vivar, Ovalle y Rosales y por cuanto cronista y relator de nuestra geografía podamos encontrar, se fue gestando, a modo de sustentación de una identidad peculiar y muy acendrada, ese “amor por Chile” que no puede ser más notable de destacar. Esta idea ha sido desarrollada con mucha claridad por Sergio Villalobos en su obra “El comercio y la crisis colonial”. Concretamente, aborda este tema haciendo un detallado análisis sobre el nacimiento y consolidación de ese “amor a Chile”, el que desde mediados del siglo XVII fue posibilitando la existencia de un proyecto de país soberano. A este propósito, Villalobos hace una remembranza de algunos criollos que desde mediados del siglo XVII comenzaron a construir nuestra identidad. Ovalle, por ejemplo, describe de este modo nuestro territorio: “la atmósfera inundada de luz, la cordillera de azul y blanco, los arroyos de cristalinos bordados, las huertas rebosantes de frutas, los campos bien cultivados, los prados y valles que se pierden en los vericuetos de los Andes… todo allí es de lo mejor que hay en el mundo. Las cosechas rinden más que en ninguna parte; los frutos superan en mucho a los de Europa; los pájaros son hermosos y de dulce trino; se desconocen las fieras y animales venenosos; la riqueza de las minas no admite parangón; el temple del aire es de tal suavidad que todo el año puede gozarse de la vida al campo abierto; el mar proporciona alimento barato y de calidad para contentar al paladar más regalado…”.

            A Ovalle, nuestro autor agrega a otros ilustres criollos como Felipe Gómez de Vidaurre y, particularmente, a Juan Antonio Molina, todos ellos constructores en este periodo de esta identidad chilena y de la noción de las “grandes posibilidades del país”. Si agregamos a dichos ilustres jesuitas al autor del libro El Cautiverio Feliz, Francisco Núñez de Pineda -otro de los amantes de la geografía física y humana de Chile y profundo crítico de los abusos de muchos funcionarios y de la forma en que la metrópoli manejaba los asuntos chilenos-  tenemos que este espíritu criollista estaba en pleno florecimiento desde mediados del siglo XVII y que claramente se mantuvo y continuó a todo lo largo del siglo XVIII, tiñendo con sus colores gran parte del imaginario nacional que hasta hoy se conserva.

            A este ideario nacional se sumó, enrareciéndolo a mi juicio, toda la obra expansionista dirigida por la élite política a partir de mediados del siglo XIX y que culminó con la anexión de los territorios del norte y luego, como hemos dicho, los del sur. De manera que La Araucana no puede ser para nosotros simplemente una obra en la que se recuerdan las hazañas de conquistadores españoles y heroicos mapuche en resistencia e incluso, en ataque; debe ser interpretada como una obra que ha guiado la configuración de nuestro territorio y, con ello, de gran parte de nuestra confusa y muchas veces contradictoria identidad nacional.

Bibliografía:

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Colección de Historiadores de Chile y documentos relativos a la Historia Nacional. Tomo I. “Primer libro de actas del Cabildo de Santiago (1541-1557)”. Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1861.

De Ramón, Armando. “Breve Historia de Chile: desde la invasión incaica hasta nuestros días (1500-2000)”. Buenos Aires, Editorial Biblos, 2001.

Ercilla y Zúñiga, Alonso. “La Araucana”. Salamanca, Domingo de Portonaris, 1569.

Medina, José Toribio (ed.). “Cartas de Pedro de Valdivia que tratan del descubrimiento y conquista de Chile”. Sevilla, Establecimiento tipográfico de M. Carmona, 1929

Villalobos R., Sergio. “El comercio y la crisis colonial”. Santiago, Editorial Universitaria, 1968.

Vivar, Gerónimo de. “Crónica y relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile (1558)”. Edición de Leopoldo Sáez-Godoy. Berlin, Colloquium Verlag Otto H. Hess, 1979.


[1]. P. 25