Presentación. Actualización de La Araucana: relaciones y disyunciones entre poesía, arte y política

 

Luz Ángela Martínez

 

            En el taller dirigido por el poeta Javier Bello e integrado por las y los poetas Marina Arrate, Verónica Jiménez, Julio Carrasco, David Preiss, Jaime Huenún, Juan Santander y los artistas visuales Lorena Lemunguier y Luis Bernardo Guzmán, se agudizó un asunto que cruzó el proceso de reescribir-representar hoy el poema de Ercilla y que la esencia del proyecto mismo no podía sino enfatizar. Esto es, la relación entre la poesía y la historia chilenas, en la que es ineludible la exposición de los conflictos endémicos de nuestra historia nacional, así como la referencia al quiebre democrático de la dictadura y su marca indeleble en el tránsito hacia la democracia. De aquí surge una pregunta fundamental, no solo para la creación poética sino que, además, para la consideración de los discursos que constituyen de manera más o menos directa la trama reflexiva sobre la configuración del Estado-Nación. Las preguntas concretas que movilizaron gran parte de la discusión fueron: ¿deben la poesía y las artes visuales tener o no relación con la militancia política? ¿Deben las obras contener marcas explícitas que exhiban dicha relación? Por supuesto, la contra pregunta fue: ¿pueden la poesía y las artes visuales (chilenas) no tener marcas explícitas que exhiban la militancia?

            Ante cuestionamientos plagados de aristas como estos, la discusión se ramificó hasta alcanzar elementos sensibles no solo relacionados con el lugar que le corresponde a la poesía y a las artes visuales en el proceso de construcción de la historia nacional, sino también con el posicionamiento del poeta y del artista visual como intelectuales que se hacen cargo de su herencia y su momento histórico. Sin duda, en la historia latinoamericana tales asuntos conciernen profundamente tanto al arte como a sus creadores. Y esto es aun más cierto cuando el punto inicial que genera la discusión se encuentra en un obra como La Araucana, en la cual es asunto de algún detenimiento la definición de la militancia política e ideológica que expresa ya que, leída en profundidad, no resulta sencillo determinar si su materia poética establece la glorificación del proyecto imperial de conquista, la proposición de su más acérrima crítica o, finalmente, una tensión poética extrema entre ambas posibilidades. Parece ser, entonces, que la forma que adquiere la dimensión política e ideológica es un elemento de alta sensibilidad para la poesía chilena, tan atravesada desde su fundación hasta hoy por los sucesos históricos y por la lúcida crítica con que se aproxima a ellos.

            Qué duda cabe que este debate realizado en el contexto del Bicentenario implica intervenir seriamente en los distintos ámbitos de la producción cultural, así como interpelar directamente el lugar de la crítica y la función del crítico -literario o de arte- como agentes en la construcción de los discursos culturales identitarios de la Nación. De tal manera que en lo que esto me alude y corresponde, procedo a la presentación de los trabajos producidos por este taller.

            Marina Arrate hizo entrega de una serie de poemas reunidos bajo el título “Carta a Don Alonso de Ercilla”, dándoles una dimensión epistolar en la que debemos detenernos para llegar al sentido profundo que en ellos se encuentra. En primer lugar, con esa titulación recoge la denominación que Ercilla mismo dio a su poema, así como la enorme producción textual generada a propósito de la Conquista y que conocemos como “Cartas de Relación”. En segundo lugar y dando inicio a la operación más interesante de su trabajo, Arrate asume la transfiguración destinataria que los siglos se han encargado de decantar, en cuanto no es cierto que el destinatario final y verdadero del poema de Ercilla o el de las Cartas de Relación sea la unidad hegemónica Dios-monarca, sino la conciencia latinoamericana que surge del proceso de conquista. En este sentido, desde la condición de legítima destinataria y asumiendo el conflicto que legitimar ese lugar conlleva, Arrate articula su obra como una respuesta desplazada en el tiempo a esa “primera carta” poética y a esas primeras cartas historiográficas –las de Pedro de Valdivia- fundacionales de la poesía y de la identidad chilenas.

            En este intercambio epistolar, la Carta-poema de Arrate apela a don Alonso en el tono íntimo de quien, a pesar del equivoco de la destinación inicial, ha meditado través de los siglos su respuesta. Si bien el tono es íntimo, el reproche ha pasado por  innumerables tamices antes de adquirir su forma definitiva –dura, pulida- en el lenguaje:

“Don Alonso, ¿he de hablarte

de un error, de una equivocación

en el sino de tus poemas imperiales?

 

¿Habrás sabido que esas riquezas

-oro, sangre, letras-

caían en las arcas de Bruselas,

-en ese otro gran mercado de la sangre-

mientras tú escribías tus poemas imperiales?”

 

            No obstante, si de lo que se trata, en un primer nivel explícito, es de  volver a hablar de la violencia, en otro se expone el cuerpo constitutivo y detallado de esa violencia: el amasijo de oro, sangre y letra, cáncer en el origen de lo americano y  verdadero Leviatán espiritual de la Conquista. Asimismo, como destinataria del don poético y su hado oscuro, se trata de hablar de la equivocación de la escritura, del pecado poético y de la complicidad criminal que encierra y disimula la poesía cuando entrega su alma a los meandros del poder. En este sentido, el poema de Arrate pronto va a exponer una constelación tan infausta como indisociable, no solo para nosotros, sino para la historia de la humanidad: la que configuran el acto escritural, la muerte del hombre y la destrucción-profanación de la naturaleza americana y chilena y su sacralidad:

“Mientras tú escribías tus poemas imperiales

no solo caía la flor de los Guzmanes,

caían los fieros mapuche y nuestra tierra,

ay naturaleza, los bosques de araucarias y peumos,

los bosques de coigues y alerces, los bosques de robles

y los mañíos

y el sagrado canelo.”

 

            Teñida de sangre –española y mapuche- yace la blanca y sagrada flor del canelo. Y el camino por el que muerte y poesía van de la mano -unión que se resalta en los versos citados- hace un giro en el cuarto poema de la serie, adquiriendo una dimensión universal de la cual no podrá salvaguardarse la voz enunciante. En el espejo de la escritura y ante el sino que La Araucana nos heredó, se opera la superposición de los dos hablantes –el de Ercilla y el de Arrate- y emerge la dimensión dolorosa del mestizaje con la pregunta: “¿Quiénes somos finalmente?”. No obstante, acaecida la superposición, potenciada por la frase que le antecede (“¿Habrá sido el amor a la letra lo que te llevó a escribir La Araucana?”), constatamos que de la pregunta por la identidad se desprende la dimensión trágica de la poesía latinoamericana, que más de una vez ha elevado a su cenit el idioma español. De tal manera que la pregunta “¿Quiénes somos finalmente?”, nos revela su cuestionamiento más profundo si entendemos que interpela directamente al poeta. Frente a la letra sangre-oro: ¿quién es poeta? ¿Quién es, en última instancia, aquel que escribe o canta la poesía?

            Los fantasmas de los muertos pesan sobre la pluma, espesan la tinta y se comparten. Tal como en La Araucana, en la “Carta a Don Alonso de Ercilla”, los muertos perturban y acongojan la conciencia poética. El hecho es que la violencia inicial se repite una y otra vez, y el gesto de reescribir La Araucana es en verdad escribir lo mismo sobre lo mismo (oro y sangre), en las mismas circunstancias. Finalmente, la pregunta insoportable es: ¿cómo es posible escribir poesía ante la muerte?

 

“Y después de cinco siglos,

mientras yo escribo un poema sobre tu poema

les disparaban en el sur a las comunidades indígenas,

y hubo niños, hubo mujeres, hubo ancianas

heridos y heridas,

mientras yo estudiaba tus escritos

y escribía mi poema

 

¿Y no es esto acaso vergonzoso?”

 

            De esta última pregunta no sólo se desprenden elementos que identifican de manera ominosa nuestra historia colonial con la contemporánea. Aquí está presente y abierto el debate sobre la ética de la escritura, sobre el ensimismamiento y autorreferencialidad del arte y del lenguaje. En pocas palabras,  sobre el asunto de la responsabilidad poética. La carta de Arrate a Ercilla termina con unos cuestionamientos que nos comprometen a todos, especialmente a quienes pusimos en marcha, por encargo y con pie forzado, la reescritura de La Araucana.

 

“¿Y será este el lujo de la escritura?

¿Escribir mientras otros caen?

¿Escribir por encargo?

¿Escribir con pie forzado?

Escribir y escribir para que otros lean (…)”

 

            En este orden de cosas, en el que Arrate nos compromete a todos, ¿cuál es, entonces, el lujo de la crítica? ¿Quién escribirá su carta respuesta a Arrate, a Ercilla? ¿Quién hablará del oro y de la sangre en el discurso de la crítica?

 

            Frente a La Araucana y al pie forzado de su reescritura, en una serie de nueve poemas en los que cita fragmentos del poema épico, Julio Carrasco asume una posición crítica y reflexiva diametralmente opuesta y distante de la de Arrate. Distante en el sentido de que la voz poética elige una perspectiva extraterrestre, cósmica -no religiosa, no moral, sin pathos- para observar el conflicto desde esa cima depurada en la que ya no operan las fuerzas del bien y del mal. Desde ese lugar sin contradicción, la guerra es un puro flujo, una figuración concreta del ying y del yang, del equilibrio.

 

Esta perspectiva extraterrestre y armónica contrasta drásticamente con el pathos que rige el mundo de La Araucana, en el que la bienaventuranza o desgracia de los seres humanos están ligadas a la dimensión moral de sus acciones, tanto como a las veleidades de la diosa Fortuna. En este sentido, Carrasco opera un vaciamiento y transformación de dos elementos fundamentales del Renacimiento: la visión trascendentalista de la historia, basada en los principios del bien y del mal, y el de la rueda veleidosa que eleva los hombres a la gloria o los reduce a la miseria. Más aun, Carrasco somete a la misma operación la escalera escolástica por la que el hombre o el alma se eleva hasta Dios. En este caso, la escalera es sustituida por un zoom desapasionado que acerca o aleja objetivamente las cosas.

 

 

(…)

“La ley de la inercia vale para los objetos físicos y también para los movimientos sociales

 

Una revolución mantiene su curso, aún después de que la fuerza que la impulsaba haya

cesado de actuar

 

Los cuerpos siguen su viaje aunque hayan sido privados de vida: esto dice Ercilla cuando

habla de las personas que mueren antes de caer al suelo.

 

(“Las mismas leyes para dimensiones diferentes”)

 

 

Si consideramos que la obra de Carrasco se inicia con la cita de los versos finales de La Araucana, en los cuales la voz poética percibe la proximidad de la muerte y teme la condenación, la imagen que se nos arma de su  trabajo poético es que en él la conciencia de autor se instituye como una especie de Caronte que conduce la de Ercilla a un lugar sin juicio, sin culpa y sin tormento. Ese lugar es la poesía. “Visión del campo de batalla” es el título que Carrasco otorga a la cita de aquellos versos -impresionantes- en los que Ercilla describe la desaparición del verde de los prados bajo el rojo de la sangre. En la visión cósmica propuesta por Carrasco, la violencia de esos versos se corresponde con la violencia transparente, “no menos magnífica”, de “Medusas en el desierto”. La correspondencia de las fuerzas, que actúan en la naturaleza y se expresan en la acción del hombre –en la guerra-, parece constituir la base del pensamiento poético de Carrasco, el punto de partida hacia el equilibrio en el que se resuelve la oposición entre el bien y el mal, entre los crímenes de la historia y la armonía universal.

 

(…)

 

“Adoramos el equilibrio en los versos

 

Adoramos el equilibrio en las formaciones de combate

 

Adoramos el equilibrio en lo que está fuera de nosotros

 

Porque adentro no está el equilibrio.”

 

(“Conocemos la justicia por su relación con el equilibrio”)

 

            La acción cósmica tiene su correlato en la escritura, en tanto la cita inicial evoluciona mediante un proceso de intervención directa de reescritura. Aquí no solo el verso de Carrasco interviene el de Ercilla, sino que en su desarrollo, realiza –asume- una acción simbólicamente identificable con la del autor de La Araucana: la eliminación de la imagen de una mujer porque no es funcional a un proyecto (evidente en el poema “Mujer kawéscar sonriendo”). Con este acto, la conciencia poética de Carrasco recorre el tópico de la famosa negación del amor de Ercilla a favor de la exaltación de la guerra. Sin embargo, lo que puede parecer la repetición de un tópico, cobra sus reales dimensiones en el texto “En el confín del mundo (Ercilla se aleja del grupo para escribir sobre una corteza de árbol)”. Aquí se encuentran o fusionan en una misma conciencia poética Ercilla y Carrasco para escribir -en la corteza de un árbol, el primero; en la arena, el segundo-, el fracaso del amor. De tal manera que el fracaso del amor -de Ercilla, de Carrasco- parece ser el único crimen que la poesía no puede absolver. Tampoco queda claro que se resuelva en el cosmos, en tanto queda su registro, su escritura, en “el libro celeste”.

 

(…)

“porque cuando vuelvas allá no verás el corazón sobre la arena

 

partió lejos, hacia el libro celeste donde está el inventario de las grandes explosiones

estelares.” 

 

            En este sentido final, es que la obra de Julio Carrasco se inscribe en la tradición de la escritura de los naufragios. 

 

            Verónica Jiménez, por su parte, establece una íntima relación entre su trabajo poético y la historia contemporánea para abordar desde su interioridad el conflicto del pueblo mapuche y el Estado-Nación chileno. En este sentido, lo primero a atender en su obra es el recurso al poema imagen, en tanto la materia poética configura cruces o poemas-cruz articulados por una sola unidad discursiva proveniente de las formas de la oralidad. La ausencia de puntuación, los travesaños discursivos que configuran los elementos horizontales del madero y el relato continuo de los hechos, no solo refuerzan la imagen de un discurso oral “crucificado”; su intención es  exponer que la relación verdadera de la historia (de los hechos) está sometida al mismo castigo o tortura provocada por la crucifixión.

 

            Si bien el título del primer poema ,“María comenta las noticias”, nos puede hacer pensar que la materia poética en cruz establece una referencia directa y sin conflicto al universo religioso cristiano, pronto entendemos que esa cruz más bien se erige en símbolo de los asesinatos cometidos por las “fuerzas del orden” del Estado-Nación en contra del campesinado mapuche. Desde el precio insostenible de la harina al  “techo del gallinero” que se viene abajo, pasando por los cadáveres que flotan en el río Pilmaiquén y la resignación fatalista expresada por las voces campesinas (Que estará de dios que sucedan/estas/cosas”), la obra de Jiménez construye una atmósfera de asedio y apremio que replica de manera exacta los procedimientos persecutorios y criminales de la dictadura militar. Desde esta perspectiva, el sur no es el lar de cierta poesía chilena ni la legendaria selva sagrada y fría, sino un territorio en el que se desarrolla una guerra sucia, un campo de cadáveres –como ya lo dijo Ercilla- tutelado por una divinidad oscura y violenta.

 

            La denuncia de Jiménez es, sin duda, explícita: la dictadura pervive en medio de la democracia chilena y esa pervivencia se garantiza por medio de un perverso y aceitado mecanismo de cajas chinas en que la dictadura envuelve al estado democrático y el estado democrático, a su vez, envuelve y disimula a la dictadura.

 

Observamos que el elemento conflictivo que atraviesa los poemas de Jiménez excede la historia contemporánea y que sus antecedentes se encuentran en los textos fundacionales chilenos. En la actualidad se trata de la quema de los bienes de los fundo y de los camiones de las empresas forestales; sin embargo, ya en la guerra de conquista contra la Nación mapuche, Pedro de Valdivia denunció en sus Cartas al monarca la quema de su emplazamiento fundacional a manos de los guerreros mapuche, e hizo de este acto defensivo aborigen motivo y justificación para desplegar los actos de violencia inusitada descritos con detalle por Ercilla en su poema. A través, entonces, de la revelación poética, Jiménez exhibe la coincidencia histórica entre el momento fundacional del Reino de Chile y el actual momento que vive la nación democrática en el contexto de su Bicentenario republicano: los hechos de antaño y hogaño, son exactamente los mismos, nos dice Jiménez.  Y es esto así porque en términos culturales el fundo es aún la patria, el elemento central de su economía y su núcleo del poder (“Que los carabineros recorrían/ los campos en las camionetas/ de los dueños del fundo…”); y porque los campesinos Huentequeo y Catrilaf son los “otros” destinados desde el siglo XVI a la servidumbre, a la sedición  o a la muerte (…sin conocerme/ dijo la enfermera/ tú eres el que anda/quemando camiones…).

 

Jiménez entrega aquí una poética frontalmente testimonial, contra hegemónica, que emplaza sin rodeos ni florituras a la historia y a la contingencia política actual.

  

El poeta David Preiss, aportó un extenso trabajo dividido en dos títulos. El primer conjunto de poemas se titula La Palabra de Chile y el segundo Dramatis Personae. Si bien el trabajo de Preiss se sitúa también en la historia contemporánea –en la dictadura-, introduce en el conjunto general una nueva premisa sobre la cual levanta claramente una concepción de la historia y de la poesía: la pérdida de un tiempo primigenio como inicio del devenir histórico. Desde el primer poema de La Palabra de Chile una voz desamparada denuncia la desaparición de un tiempo fundamental, sagrado (“¿cuál?”, se pregunta, nos cuestiona), en el que la poesía y la realidad constituían una unidad espacio-temporal, un tejido comunicante de sustancias vitales regido por el ejercicio de la palabra. Esa unidad-habitación-del-aliento-de-la-vida es la que se quiebra, de súbito, por acción de la violencia, hecho a partir del cual se inaugura la experiencia de un tiempo irrecuperable en la lejanía, cuya consecuencia inmediata para el sujeto es la condición de un exilio esencial padecido en la historia. A partir de esa violencia, parece decirnos Preiss, surge de nosotros, en nosotros, el sujeto del exilio –nuestro doble desencantado- y aparece la poesía histórica cargada de su propio silencio: la poesía expulsada, el doble mudo de la unidad, con la que emerge el mundo y las aguas sucias (el correr del tiempo) de ese río metáfora del alma de Chile: el Mapocho. 

 

Desde esta perspectiva, Preiss aborda un asunto fundamental de la relación-disyunción poesía e historia: la concepción del tiempo inherente a cada una y su divergente correspondencia con los ámbitos de lo sacro y de lo profano; de tal manera que el crimen, entendido como acción que atenta contra lo sagrado, viene a mixturar lo que debe mantenerse ajeno dando inicio, a la vez,  al tiempo que lo arrastra todo en su propia degradación. De ahí en adelante la unidad deviene en sucesión, la poesía en escritura, el poema en discurso de lo irreparable y en el lugar en que el ser se encuentra con la muerte. 

 

Unida a la guerra y, por lo tanto, a la historia, surge La palabra de Chile, la palabra de Ercilla y la de Preiss, conjunción que confirma el sino -como dice Arrate- de la poesía nacional: poesía unida a la guerra y en guerra, poesía/ en medio de la naúsea.

 

“La palabra de Chile

ocupa las ciudades,

levanta garitas invisibles,

se aloja en la casa de tu barrio.

Y ladra entre la noche.”

 

(“José Domingo Cañas 1305”)

 

A partir de aquí una misma angustia recorre los trabajos de Preiss y de Arrate: la angustia que siente quien escribe poemas en medio del crimen de la guerra o, más bien, la que siente el testigo poético de la historia con conciencia plena de habitar el verano/ del horror enamorado.

 

“(…)

La máquina introduce la pólvora.

Y tú escribes poemas de amor.

Los trenes pertrechan el frente.

Y tú escribes poemas de amor.

La muerte, la muerte, la muerte.

Y tú escribes poemas de amor.”

 

(Ars: Cámara Fija)

 

Hacia dónde nos lleva la maquinaria de la tortura (“Onomatopeya”) y dónde nos deja el viaje hacia la oscuridad (“Visión de Santiago”), lo aclara Preiss en “La muerte de Dios”, poema que replica y multiplica el texto en cruz que ya encontramos en el trabajo de Verónica Jiménez. En él, un Cristo femenino se niega a pronunciar el nombre de Dios porque en este Reino de Chile  vivimos “como si una horrenda voluntad/ no lanzase puñetazos contra el cielo”. De esta manera el texto de Preiss sostiene que la pérdida de la unidad poética, resquebrajada por la guerra y los crímenes de la historia,  genera inevitablemente la imposibilidad de Dios.

 

Sin apartarse del sino de la poesía chilena, Juan Santander regresa al momento histórico en que la palabra poética y la sangre se conjuntaron con igual fuerza y medida para realizar la fundación del Reino de Chile. Localizada en aquel momento fundacional, la voz poética de Santander se enuncia desde la conciencia del conquistador-poeta, a la vez que despliega el ejercicio de la escritura propia desde la interioridad de la escritura del otro, en una compleja relación de propiedad y ajenidad que exhuma la violencia de la lengua misma y la de su imposición. En este sentido, Santander descubre que hablamos un arma de guerra en la función explícita que le dio Antonio Nebrija a la lengua como compañera eficacísima del Imperio y que Ercilla, como ningún otro soldado, realizó poéticamente en estas tierras.

 

“(…)

El canto debe ser solemne,

                verdadero,

sobre todo púrpura y verdad.

Para que algún día tengan arte

para que nunca olviden

por qué hablarán

la lengua de Castilla

para siempre.”

 

(“Materia”)

 

 

Sin duda el conflicto que plantea Santander emana de la conciencia de una doble penetración, porque así como penetró la espada en este Reino, penetró también la poesía, configurando una unidad-enemiga, una sola piedra fundacional a la que se enfrenta el poeta al excavar en los cimientos del Reino político y del Reino poético, de manera que la pregunta por la poesía es simultáneamente la pregunta por la guerra, pronunciada en la lengua de la guerra.

 

“El aroma del papel bajo la tinta.

El vocabulario, la imaginación, las influencias.

El conocimiento de la guerra

                  a través de la lectura.

 

La memoria no sirve para nada

cuando tienes que inventar un mundo.

Sólo son útiles las armas, el caballo

tal vez la pluma

esperar

que la violencia haga su trabajo.

 

(“Invención”)

 

Para Santander la unidad-enemiga (espada y poesía) también tiene una íntima correspondencia con el tiempo degradado de la historia (¿del Reino? ¿De la Nación?), en el sentido en que la aparición –también criminal- de la primera da inicio a la segunda y a su molde hegemónico de lo real, en virtud del cual la naturaleza cesa para convertirse en Geografía y la relación con lo divino se suspende para convertirse  en Religión. Es decir, en instituciones históricas que dejan lo otro –la naturaleza, lo indígena, lo divino- fuera de sus murallas.

 

“(…)

 

‘Es hora de que llegue la Historia

el zumbido de un insecto de mármol.

Es hora de la Religión,

con sus olivos en campos amarillos, la Geografía

rodeada por océanos y aceite…’ ”

 

(“Declaración”)

 

En “Mezcla” Santander avanza hacia ese momento en el que el demiurgo de la conquista realiza su alquimia para hacer del otro y de lo otro un reflejo dominado de sí mismo. El objetivo es claro: “para que ellos/lleguen a ser nosotros”. Guiada por un oscuro saber, la transformación espiritual se inicia con la intervención de la naturaleza, como si una execrable y exacta brújula hubiera indicado que ahí habitaba el espíritu rector del mundo que se planeaba dominar.

 

“Para mezclarnos

mezclamos la semilla.

 

Trigo paterno

para los largos campos.

 

La vid sagrada

para los tibios valles.

 

(…)

 

Damasco y roble

para las catedrales.”

 

(“Mezcla”)

 

Inoculado el cristianismo y su conciencia del pecado en la naturaleza sagrada, desgajado el vínculo entre el hombre y ella, todo lo demás fue victoria para quien detentó el terror de la nueva espiritualidad en el recién adquirido territorio. Victoria que hasta hoy indica el comercio histórico entre la nueva ley espiritual y la ley económica que hace hasta del aire un asunto de compra y venta, una especie de Bula exculpatoria que engrosa las arcas de la propiedad privada del poderoso Chile católico contemporáneo.

 

Jaime Huenún ancla su trabajo en textualidades y formas discursivas propias del periodo colonial, en las Crónicas de Conquista, los Testamentos de Indios y Sermones de los evangelizadores. En un primer nivel, este recurso pone en evidencia la identificación ideológica entre el texto historiográfico y el discurso espiritual que avaló la guerra de conquista, en cuanto los dos revelan la misma voluntad feroz de usurpar el territorio y el alma del otro. En un segundo nivel, el mismo recurso despliega un movimiento de apropiación por medio del cual Huenún interviene y distorsiona las formas y mecanismos escriturales de esos textos para construir un discurso híbrido mestizado que atenta desde adentro contra su estructura ideológica. Al introducir en la lengua del conquistador imágenes, nombres y sentidos provenientes de la cosmovisión del otro-mapuche, al enfrentar con violencia la sintaxis discursiva de los bandos enemigos, Huenún pone su propio trabajo en máxima tensión –la del mestizaje- para mostrar que la guerra discursiva no ha terminado, no al menos en el ámbito de la fundación poética de la Nación chilena.

 

En “Malocas” (palabra del mapudungún traducible como “rebelión, incursión o levantamiento armado”), un imaginario de violencia construye una suprarrealidad en la que los bandos enemigos se comunican, se espejean y descifran oníricamente sus destinos, amenazándose mutuamente con la muerte espiritual en un mundo clausurado y en estatus quo: el mundo sin redención ni escapatoria de los sueños – de las pesadillas-, en el que las dos fuerzas espirituales en guerra parecen haber quedado amarradas una a la otra o extraviadas una en la otra.

 

“(…)

 

Cómo olvidar sus rostros aquí en las chicherías

si aun vienen huyendo, huyendo por los ríos.

Bramando en los degüellos, azotando los llanos,

cortando con sus lanzas la gris zarza mojada.

Heridos balbucean la idioma de la muerte,

nombrando sus linajes bajo el cielo del sud.

Tú eres Paichil, el lobo, sobrino de los brujos,

hermano de Naipil, la culebra de monte.

 

(…) 

 

¿Me soñaste, acaso, ayuntar tus hermanas,

las feroces infieles de esta tierra final?

No fue, hijo, que viéramos sus muertes miserables,

ya secos y avarientos en la extremaunción,

contando sus doblones, leyendo la Vulgata,

amarillos de oro, de humedad y dolor.

Solo vimos despiertos lo que en sueños veían

y olvidaban temprano para no enloquecer:

hambrientas alimañas mordisqueando en los bosques

pellejos castellanos hediendo bajo el sol.”

 

(“Malocas”)

 

Entreveradas amargamente sus raíces, invasores e invadidos –sus fantasmas- parlamentan sin comunicarse en un mundo o laberinto onírico suspendido fuera de la historia, pero en el que los hechos verdaderamente acaecidos siguen operando como prueba fragmentaria -restos de naufragio- de una totalidad deshecha. Habla, pregunta, Ercilla a nadie-no nato: “¿En qué tinieblas se cierran los párpados/ de los que aún no nacen, germinados de muerte/ y cruel velocidad?”. Habla el lobo toruno su propio extravío en el ser de su enemigo: “Navego, sí, navego, por tu triste cabeza/ cuando llueve en los montes sin pausa y sin amor”. Argumenta el sacerdote Luis de Valdivia la negación de un dios y la probanza de otro que -por reflejo negativo del silogismo- su mismo sermón hace falaz. En esta última negación teológica opera nuevamente el aborrecimiento de la naturaleza, la exacta aversión del catolicismo a lo sagrado-natural, en donde encontramos el origen del mundo moderno-desacralizado americano y el triunfo histórico de la religión.

 

“(…)

 

No digáis que ay un Dios del mayz y otro del trigo,

uno que truena y otro q hace llover,

y otro q quita enfermedades

y da salud a los hombres.

No hay un Dios de Españoles y otro de Indios.

(…)

El sol no tiene vida,

pues lo q no tiene vida

¿cómo puede tener hijo?

Y lo q no vive en sí:

¿cómo puede dar vida a otros?..”

 

(“Sermón en Lengua de Chile. [Luis de Valdivia, 1621]”)

 

Debajo de la guerra, debajo de la ira, debajo del cadáver de los antiguos dioses y creencias, queda entonces un mundo-ciudad, construido sobre una naturaleza a la que solo se le tiene aversión (“la piedra la levanta/  el agua la atribula”); un país de puertas y ventanas desvencijadas que nada pueden contra un vacío que se ha hecho sideral.

 

“(…)

Mirad la enredadera cubriendo los umbrales

de viejos caserones donde ladran los perros,

mirad las blancas sombras en las puertas vencidas

de una larga ciudad enfrentada a los astros.

(…)

Nosotros arrastramos las armas de la noche.

Con ellas defenderemos las fronteras del alma,

los frutos cosechados con lágrimas y coitos,

la sangre que enterramos para no regresar.”

 

(“No sabe aún morir la ciudad de los insomnes”)

 

Al interior de este mundo poético dialogan sin cesar las armas y los muertos, sus fantasmas, única reliquia en el altar de la memoria ancestral e interminable “Maloca” en la memoria histórica de Chile.

 

El artista visual Luis Bernardo Guzmán, participó en el trabajo colectivo de relectura y reescritura de La Araucana aportando una reflexión que integra la Bioética y las Artes Visuales. Desde este punto de vista  realizó una instalación escultórica a la que dio el nombre de “Peuma”. Se trata de un volumen negro de 240 centímetros cúbicos construido de pvc y aire, al que acopló un televisor, un dvd e imágenes proyectadas en la pantalla, entre otros materiales.

 

Peuma significa sueño, ensoñación, estado de la conciencia que para la cosmovisión mapuche constituye un medio de comunicación con la realidad trascendente y una forma de conocimiento espiritual a través del cual se reciben los mensajes de los ancestros y de la Madre Tierra; de tal manera que para esta cultura el sueño es un ámbito de conocimiento en el que se reúne y comunica lo espiritual, lo ancestral y lo político. Peuma también es, en algunos casos, el aviso o sueño premonitorio por medio del cual alguien llega a saber que va a ser Machi, es decir, que se convertirá en autoridad religiosa del pueblo, en oráculo de la comunidad y consejera del Lonco (jefe). La Machi también es conocedora de la ciencia médica sanadora del cuerpo y del alma e intermediaria entre el mundo terrenal y el supraterrenal de los dioses y los espíritus. En general, esta condición es ejercida por mujeres.

 

Si Peuma es premonición y conocimiento que deben ser descifrados, interpretados y comunicados por el individuo a la comunidad, en estos mismos términos se impone y nos interroga la instalación suspendida en el aire de Guzmán: como un mensaje o premonición proveniente de un más allá y también como un imbunche femenino (óvulo-cadera-mamas) preñado de un saber y una memoria genética ancestral, fantasmal y política que nos aterroriza descifrar.

 

Ciertamente, interpretar es un trabajo que es más fácil de realizar cuando los objetos y las imágenes vienen acompañados de un discurso que cumple la función de presentárnoslos. No es el caso de este “Peuma” o imbunche construido de un plástico negro, antidiscursivo y paradojalmente oracular que impide desatender la materia petrolífera de la que proviene. Hablamos aquí de una instalación flotante que nos conduce hacia lo subyacente, hacia un légamo oscuro, desocultado y ascendido al espacio intermedio entre lo trascendente y lo terreno; un espacio donde habitan los sueños y en el que gravitan  las premoniciones.

 

El “Peuma” de Guzmán nos aproxima a los territorios del tabú materno americano –chileno-, presentado por la obra como lugar físico, histórico y espiritual donde se realizó la violencia del mestizaje y desde donde lo “materno violentado-violento” amenaza con revelarnos esa verdad, como si esa verdad fuera nuestra primera canción de cuna. En su anverso, la gravidez de ese espacio ovular se nos ofrece como el sortilegio de un ser nuestro que aun nos es desconocido, pero que está a punto de traspasar el estado larval del sueño para realizar su encarnación histórica. En este sentido, el “Peuma” de Guzmán rearticula la revelación del pasado y su patrón de linaje –espiritual, genético- para reenviarlo al futuro de lo que aun está por descifrarse –poética, políticamente- como un mensaje de los ancestros que nos tutelan, sin que estos emisores atemporales anulen la dimensión en que ese reenvío opera como una profecía histórica emitida por y para nosotros mismos y cuya posibilidad interpretativa se encuentra en medio de la comunidad. Esta dimensión político-profética que la obra compromete y expone en el espacio público, va de la mano con una reflexión de lo que debe ser el arte latinoamericano contemporáneo en relación a su función y responsabilidad histórica: exponer formalmente la capacidad que tiene la obra de arte de presentir y revelar el trauma espiritual-histórico (atávico) y proponer el ejercicio artístico como espacio en el cual su recurrencia es susceptible de ser desentrañada en la historia.

 

La propuesta del arte como generador de sentido espiritual-histórico que percibimos en “Peuma”, de ninguna manera disminuye su posición crítica frente a lo real, más bien la exacerba.  Esto queda claro al espectador cuando dirige la mirada a la imagen que emite un televisor colocado en el piso, bajo el volumen multiesférico de “Peuma”. Ahí, una naturaleza yerta, una tierra arrasada parece avanzar desde el mundo de las pesadillas para exponer exactamente en qué consiste la agresión-desacralización de la que hablan todos los trabajos de los poetas integrantes de este taller. Esa naturaleza devastada y a la vez amenazante también debe ser descifrada-desimbunchada políticamente en el sueño totalizador y enigmático que propone “Peuma”.

 

Lorena Lemunguier, artista visual mapuche, creó un tapiz de 2 metros por 1.20, realizado principalmente con la técnica de reps de trama, en el que dialogan simbólicamente materiales textiles, fibras vegetales, metal, entre otros elementos. En esta obra, titulada “La Ruka Treng Treng” (casa, hogar, tutelado por el espíritu protector del volcán), Lemunguier aborda y representa una serie de temáticas fundamentales para la cultura mapuche contemporánea. Por una parte, la artista evidencia el aislamiento espiritual y la orfandad político-legal que padece el pueblo mapuche desde la invasión conquistadora hasta su actual condición en el contexto nacional y, por otra, la unidad cultural y espiritual que ese pueblo ha logrado mantener a lo largo de un proceso histórico que le ha sido del todo adverso. En el sentido de esto último, Lemunguier propone y expone la transmisión ancestral de un saber basado en el conocimiento de la cosmovisión y cosmogonía propias como la matriz cohesiva que ha impedido la desintegración de la cultura a la cual pertenece.

 

El asedio a la cultura mapuche se hace evidente en las “cruces-armas” de hierro que apuntan amenazantes desde el piso y entre piedras a una ruka, la que se conecta a través del fuego del hogar –núcleo familiar- con el espíritu del volcán y con el cosmos. Amenaza y conexión cósmica, hostigamiento histórico (guerra de conquista – guerra de la Nación chilena) e integración a un orden trascendente, son las fuerzas contrarias y permanentes que determinan y posicionan esta obra en la cultura mapuche contemporánea.

 

Y es que en “La Ruka Treng Treng” se encuentra precisamente simbolizada la unidad entre naturaleza–divinidad–historia demonizada por el catolicismo en el discurso del evangelizador Luis de Valdivia (recreado en el poema “Sermón en lengua de Chile”  de Jaime Huenún). En abierta contradicción a este discurso, la obra de Lemunguier entrega la primicia de una nueva alineación entre esas fuerzas, alineación que permite la manifestación actualizada de la unidad espiritual del pueblo mapuche y el de su resistencia política y cultural al proceso histórico iniciado en 1541.

 

Al final de este recorrido por los trabajos poéticos y visuales producidos en este taller, podemos afirmar que en ellos no sólo hay marcas de militancia política, las hay también de militancia ideológica y de militancia espiritual. Hay reflexión crítica sobre la historia, sobre el sentido de la Nación, así como un posicionamiento poético desde el cual se discuten estas instituciones, incluyendo a las artes visuales y a la poesía misma. En su conjunto, todos los trabajos constituyen un discurso claramente posicionado frente a la historia política y espiritual del país.